Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Desafíos globales

Microorganismos atrapados bajo el hielo o cómo evitar una guerra del mañana

Pequeños crustáceos habitan bajo la superficie helada de la Antártida en condiciones extremas. Los científicos investigan de qué se alimentan.

Tiendas del equipo de la colaboración internacional que estudia el glaciar Thwaites.
Tiendas del equipo de la colaboración internacional que estudia el glaciar Thwaites.
Ted Scambos, University of Colorado Boulder

En los últimos años los científicos han comenzado a descubrir numerosos organismos que subsisten atrapados en el hielo de los polos. Unas formas de vida sobre cuya naturaleza apenas sabemos nada. Mal asunto porque algunas, conforme el calentamiento global acelera el derretimiento de los polos, están comenzando a extenderse y colonizar más superficie. Algo que puede tener graves consecuencias.

Un reciente estudio publicado en ‘Nature’ ha vuelto a poner en el foco de la actualidad científica el ‘mundo perdido’ descubierto bajo la helada superficie de la Antártida y cuya existencia fue revelada el pasado mes de junio de 2022: una inmensa caverna inundada de agua, tan alta como para albergar al Empire State y tan extensa como media isla de Manhattan, localizada a más de 500 metros de profundidad bajo la superficie del Kamb Ice Stream –una vasta plataforma de hielo en la costa occidental antártica– y excavada por el flujo de un río subterráneo y otros procesos hidrogeológicos –alguno de los cuales descubre el nuevo estudio–.

Un medio totalmente ajeno a la radiación solar –y por tanto donde no tiene cabida la fotosíntesis– más propio de otros mundos que de la Tierra. De hecho, los científicos esperan que su estudio aportará pistas sobre el tipo de organismos que podrían morar en las lunas heladas de Júpiter o Saturno. 

Un ambiente ‘extraterrestre’ en el cual, a pesar de todo y para sorpresa de los científicos que los descubrieron, abundan los anfípodos, un orden de pequeños crustáceos que los investigadores suponen que deben de alimentarse de los microorganismos y bacterias capaces de proliferar en el lecho de la cueva. Unos microorganismos sobre cuya naturaleza se espera poder averiguar algo más analizando el material genético extraído de muestras del lecho y del agua tomadas de la caverna para determinar así si pertenecen a alguno de los taxones ya conocidos o son ‘algo’ completamente nuevo.

También en el año 2022, en la película ‘La guerra del mañana’, la humanidad se ve sacudida por la llegada de mensajeros procedentes del año 2051 que han viajado en el tiempo como medida desesperada para solicitar la ayuda de sus ‘mayores’ con el fin de evitar la, de otro modo, inminente e inevitable extinción de la especie humana por una invasión alienígena. Un final que, tal y como descubren los protagonistas de la película, solo podrá ser revertido desde el pasado, por los habitantes del 2023, que, alertados de la futura invasión, deben detenerla antes de que dé comienzo. El problema es que no se sabe cuándo ni cómo llegaron los alienígenas. Solo que aparecieron por primera vez en Rusia en 2048. Es así como los héroes concluyen que en realidad no llegaron, sino que ya estaban aquí desde hacía mucho tiempo, sepultados bajo el hielo del ártico. Y que el acelerado deshielo provocado por el calentamiento global debido a la actividad humana fue lo que les liberó de su helada prisión y los devolvió a la vida en el futuro.

Dos escenarios –la investigación y la ficción– que, aunque en una primera lectura pueda parecer que no guardan mayor relación, presentan un inquietante paralelismo que arroja una moraleja: si no ponemos freno al calentamiento global, corremos el riesgo de, en un futuro bastante cercano, liberar y resucitar a algún organismo que permanece atrapado bajo el hielo, capaz de superar o evadir nuestras defensas y al que no sepamos cómo contener. Y no es necesario pensar en alienígenas, la reciente experiencia de la pandemia de covid-19 originada por un virus desconocido debería bastar para tomarse en serio esta posibilidad.

Más aún cuando la Antártida abarca una superficie de más de 14 millones de km² y, hasta ahora, nuestro conocimiento de lo que hay debajo del hielo se circunscribe al estudio de una superficie del tamaño de una cancha de baloncesto…. y es un conocimiento limitado a lo que permiten vislumbrar y analizar cámaras y otros aparatos e instrumentos de medición y análisis introducidos a través de pequeños agujeros horadados en la placa de hielo.

Un alga negra crece sobre el hielo y, al oscurecerlo, evita que este refleje la radiación solar –el efecto albedo– y haga lo contrario: comenzar a absorberla, acelerando el deshielo y reforzando con ello el calentamiento global

De hecho, en realidad es posible que una invasión de esa naturaleza ya haya comenzado: hace apenas unos días investigadores daneses anunciaron haber descubierto que la superficie y la capa superior del hielo de los casquetes polares están habitados por una pléyade de microorganismos no identificados hasta el momento. Entre ellos un alga negra que crece sobre el hielo y que al oscurecerlo evita que este refleje la radiación solar –el efecto albedo– y haga lo contrario: comenzar a absorberla, acelerando el deshielo y reforzando con ello el calentamiento global, en lo que constituye un círculo vicioso –y muy peligroso–: el alga lleva mucho tiempo en el planeta, pero necesita la presencia de agua líquida, luz solar y nutrientes para vivir, algo que solo se da durante un tiempo limitado…, aunque cada vez menos porque el calentamiento global propiciado por el ser humano está favoreciendo las condiciones para su proliferación de tal modo que cada año el alga disfruta de una temporada cálida más duradera para crecer, reproducirse e invadir cada vez más superficie polar.

Un anfípodo hipérido Hyperia macrocephala
Un anfípodo hipérido Hyperia macrocephala
Uwe Kils

De aquellos hielos, estos lodos

La primera y gran cuestión que asaltó a los científicos cuando se descubrió este mundo perdido fue cómo podían subsistir los anfípodos en ese entorno, cuál era su fuente de alimento. En el momento actual, esos mismos científicos están convencidos de que es el propio glaciar el que sostiene el bullicioso ecosistema: el hielo de la base inferior de la caverna contiene un material fangoso congelado. Un lodo que es rico en materia orgánica al estar formado por los restos de diatomeas y fitoplancton acumulados hace millones de años, mudos testigos de un planeta mucho más cálido, y que acabaron sepultados bajo medio kilómetro de hielo tras la glaciación de los polos. Una materia orgánica que se desprende poco a poco del hielo más superficial conforme este se va derritiendo como consecuencia de distintos mecanismos y que, junto a la materia orgánica arrastrada por el río subterráneo que anega la caverna, es lo que sostiene todo el ecosistema: o bien los crustáceos se alimentan directamente de ella o, lo más probable, se alimentan de las colonias de bacterias y microorganismos que colonizan esta materia orgánica y obtienen su energía a partir de ella.

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