Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Ciencia que alimenta

¿Qué aceite usar en la cocina? Tus adipocitos lo tienen claro

¿Sigo comprando aceite de oliva para cocinar o me paso a otro de precio más accesible? Veamos cómo se almacenan las grasas que ingerimos.

El ácido oleico es muy abundante en el aceite de oliva.
El ácido oleico es muy abundante en el aceite de oliva.
Pxhere

Con el precio del aceite de oliva por las nubes, cada vez somos más los consumidores que nos debatimos entre la conveniencia/necesidad de pasarse a otra variedad más asequible. Un dilema difícil porque a nadie se le escapa que no todos los aceites son igualmente saludables. Y en este sentido, el de oliva ocupa el puesto más alto del pódium, como bandera de la bendecida dieta mediterránea. Un oro líquido, sí, pero a precio de ídem.

Reservas de grasa

¿Sigo comprando aceite de oliva o me paso a otro de precio más accesible? Un dilema sobre el que recientemente han arrojado luz investigadores de la Universidad de Bonn. Y lo han hecho con un mensaje bastante tranquilizador en forma de estudio publicado en ‘Nature’: por suerte para el matrimonio mal avenido de dinero y salud, parece que los adipocitos –las células de reserva donde se almacenan las grasas que ingerimos– lo tienen bastante más claro que sus poseedores: los triglicéridos de los aceites de peor calidad no interesan y los ácidos grasos saturados y de cadena corta, tampoco.

¿Qué significa esto? Pues que nuestras células grasas cuentan con una formidable herramienta para deshacerse de ellos más pronto que tarde: un mecanismo denominado ciclo de los triglicéridos (‘triglyceride cycling’) que tiene lugar en el interior de la célula y que comienza casi en el mismo momento en que las grasas ingeridas con la comida acceden a ellas.

Los adipocitos, células de reserva de grasas, remodelan constantemente los lípidos almacenados

Un inciso para los más despistados: un triglicérido –o grasa– es una molécula formada por un glicerol y tres ácidos grasos unidos a aquel. En cierto modo, el glicerol puede ser visto como un llavero del que cuelgan tres llaves. Y esto es importante porque el ciclo de los triglicéridos se basa en abrir estos llaveros e intercambiar las llaves de unos a otros. O, expresado en términos un poco más académicos: romper los triglicéridos originales en sus elementos constituyentes y combinarlos de otro modo. De hecho, los triglicéridos almacenados en el adipocito son desmontados y sus piezas reensambladas con otra disposición un par de veces al día en promedio. O, dicho de otro modo, que los triglicéridos ingeridos en la comida –sean más o menos saludables– no se conservan en el organismo en su forma original ni medio día –para ser fieles al estudio, no más de cuatro horas–.

Pero no se queda ahí la cosa, porque los adipocitos no se limitan a jugar con las piezas y redistribuirlas, sino que este constante desmontaje tiene su razón de ser: liberar los ácidos grasos permite deshacerse de los de cadena corta (con una cadena de 11 o menos átomos de carbono), que son los menos aprovechables y los más perjudiciales. Y asimismo mejorar los de mayor tamaño. O, recurriendo al argot automovilístico, rectificarlos para incrementar sus prestaciones. Para ello, lo que hacen los adipocitos es adicionar nuevos átomos de carbono a la cadena y promover la formación de dobles enlaces –o insaturaciones– para transformarlos en los mucho más aprovechables y ventajosos ácidos grasos monoinsaturados y poliinsaturados de cadena larga, que desempeñan un papel fundamental a nivel estructural como integrantes de las membranas celulares –y ahora es buen momento para aclarar que los ácidos grasos de cadena corta son potencialmente dañinos porque si se integran en las membranas celulares en lugar de aquellos, comprometen su estabilidad–.

Una customización que, a largo plazo, se traduce en la proliferación de los bienvenidos ácido oleico y ácido araquidónico. El primero, un ácido graso monoinsaturado de 18 átomos de carbono, importante como hipotensor y para el buen funcionamiento del sistema inmunitario. El segundo, un ácido graso poliinsaturado de 20 átomos de carbono y que es precursor de los eicosanoides que regulan el funcionamiento del sistema nervioso central. Y uno y otro, constituyentes principales de los fosfolípidos que conforman las referidas membranas celulares.

Gracias al ciclo de los triglicéridos, se mejora la composición de las grasas y ácidos grasos ingeridos con la comida

En definitiva, que gracias al ciclo de los triglicéridos que ejecutan nuestros adipocitos, las grasas y ácidos grasos almacenados en ellos son de mayor calidad que los ingeridos. Un caso paradigmático es que, gracias a este proceso, el ácido palmítico –característico del demonizado aceite de palma omnipresente en los ultraprocesados– acaba siendo convertido en ácido oleico –tan abundante en el aceite de oliva y motivo de muchas de sus bendiciones–.

Vaya, que aunque ingiramos un aceite de peor calidad, nuestros adipocitos se encargan de mejorar su composición antes de que hagamos uso de estas reservas.

La calidad, recomendada

De todas formas, la recomendación que hacen los autores del estudio es que, en la medida de lo posible, consumamos aceite de buena calidad. Por varios motivos: primero, porque este refinamiento nunca es efectivo al cien por cien. Segundo, porque, además, algunos ácidos grasos son usados de forma inmediata por el organismo, sin hacer escala en el tejido adiposo y, por tanto, sin margen para ser mejorados. Y tercero, porque todo esto se ha detectado en cultivos de células grasas de ratones, por lo que aún queda confirmar que el mismo proceso ocurre en el tejido adiposo humano. Algo que, no obstante, no está muy en debate porque ya hace décadas que se sospechaba que las células grasas remodelaban constantemente los lípidos almacenados; y el verdadero misterio –ahora por fin resuelto– era la razón de ser última de esa inversión de recursos y energía.

Señales de humo

Uno de los principales errores en los que solemos incurrir los consumidores a los que no nos queda otra que mirar por nuestros bolsillos es adquirir aceites de mejor calidad para tomar en crudo –a modo de aliños y en las tostadas del desayuno– y emplear aceites peores para las frituras –"total si es solo pa’calentar" o, traducido, es solo el medio para que la comida alcance la temperatura deseada–. Y otro, más grave todavía, es equilibrar el gasto a base de reutilizar muchas veces el aceite para freír. Ambas, malas decisiones. 

Primero, porque las frituras absorben una significativa cantidad de aceite que, en consecuencia, ingerimos. Y segundo, porque la calidad de un aceite también viene determinada por su ‘punto de humeo’ o temperatura de humeo. Esto es, la temperatura a la cual el aceite empieza a desprender un humo más denso, señal de que los ácidos grasos han comenzado a degradarse, generándose compuestos potencialmente peligrosos como radicales libres. 

Así pues, lo ideal es echar mano de un aceite con un elevado punto de humeo y un buen perfil lipídico a fin de que no se degrade con facilidad durante el proceso de cocinado y que los lípidos que chupe la fritura sean saludables. Y no reutilizarlo sine die porque cada vez que se sobrecalienta se degrada y acumula más compuestos peligrosos. Entre los aceites habitualmente empleados en cocina, el que tiene un mayor punto de humo (además de un buena composición) es el aceite de oliva refinado.

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