¿Cómo eran las viviendas zaragozanas del siglo XVIII?

Estamos de visita en un hogar burgués zaragozano del siglo XVIII, unos interiores que se transforman al gusto marcado por los objetos y costumbres de las nuevas modas.

Detalles de un hogar burgués del siglo XVIII
Detalles de un hogar burgués del siglo XVIII
HA

Envuelta en su peinador, una dama de alcurnia recibe los últimos retoques a su cabello y maquillaje ante el espejo de un tocador cubierto con muselinas. Es un momento privado pero no íntimo; la gran ‘toilette’ o ‘tualeta’ pública está abierta a la visita selectiva. A imitación de las costumbres cortesanas, la nueva sociabilidad del siglo XVIII posibilita la presencia de aquellos que –por ‘billete’ o tarjeta– han sido invitados y a quienes, sentados en canapés o sillas, se les sirve un pequeño refresco. El marco de escenificación de la coquetería es el gabinete de la señora, junto a su alcoba. Tanto las habitaciones femeninas como las masculinas siguen el esquema de sala y alcoba: el dormitorio se abre a una estancia en la que se puede recibir y donde la presencia masculina ya no es excepcional; hombres y mujeres no se sitúan en áreas visualmente delimitadas como sucedía anteriormente. La curiosa obra ‘El tocado de la dama’, atribuida a Ramón Bayeu, retrata aquel ambiente.

‘El tocado de la dama’
Como si mirásemos por el ojo de la cerradura, ‘El tocado de la dama’, obra atribuida a Ramón Bayeu, nos invita a respirar el ambiente de una casa del XVIII.
Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País. Zaragoza

 No quedan en Zaragoza restos de casas de la época con su planta original y solo se pueden traspasar sus umbrales gracias a las fuentes documentales. Así, siguiendo el rastro de inventarios, testamentos y capitulaciones, hallamos, en 1760, en casa del impresor Luis de Cueto, el primer ejemplo de un tocador (fuera del ámbito aristocrático) en los cuartos de doña Pabla, su viuda. La historiadora del arte Carmen Abad Zardoya invita a recorrer la evolución de los interiores zaragozanos, en paralelo a la que experimentan otras ciudades españolas, en su tesis titulada ‘Poner quartos. Lecturas del espacio doméstico en la España ilustrada. Distribución espacial y decoración en la Zaragoza del siglo XVIII’. "La acabé cuando estábamos confinados y todos ‘redescubrimos’ nuestras casas", recuerda.

Carmen Abad Zardoya, en la tienda de anigüedades de Miguel Cebrián. Oliver Duch
Carmen Abad Zardoya, en la tienda de anigüedades de Miguel Cebrián. 
Oliver Duch

De la noche a la mañana, la pandemia, en un parpadeo, le devolvió un extraño reflejo. Por eso, su tesis empieza así: "En los primeros días del mes de marzo de 2020, nadie podía imaginar que estábamos a punto de recuperar formas de vida doméstica abandonadas hace mucho tiempo. Hasta entonces dábamos por descontado que los dormitorios eran espacios reservados a la intimidad y la noche, que el verbo salir era prácticamente sinónimo de socializar, y que la vida laboral, salvo excepciones, era una faceta de nuestra existencia que comenzaba al dejar atrás la puerta de casa. Con el confinamiento descubrimos de nuevo que una misma habitación sirve, según las horas del día, para múltiples usos; con el encierro regresó la indeterminación entre las zonas diurnas y nocturnas de la vivienda. La casa volvió a ser, para muchos, la sede principal del trabajo, y para casi todos el escenario de una sociabilidad retornada a los confines domésticos. La relación con el entorno urbano también se transformó. Los balcones recuperaron protagonismo como plataforma de nuevos rituales de cohesión ciudadana, y el hogar volvió a percibirse como el abrigo primigenio frente a un exterior hostil. Todo esto sucedió ‘in ictu oculi’, poco después de concluir esta investigación sobre la vivienda a finales del Antiguo Régimen".

Un espacio vivo

"Una casa es un espacio vivo, si no, no hay casa", dice Carmen Abad, que cita de memoria al filósofo Gaston Bachelard: "El espacio habitado trasciende al espacio habitable, es otra cosa". Buscando ese latido –imposible de escuchar en los museos de artes decorativas, "donde el objeto está descontextualizado, extirpado, desnaturalizado como en un ejercicio de taxidermia", o en las casas-museo, "que dan esa sensación de escenario teatral"–, se zambulló en la realidad fragmentada que ofrecen los inventarios, la literatura de la época y otro tipo de fuentes hasta sumar 177. 

En documentos notariales zaragozanos pudo rastrear las distintas manifestaciones del lujo en la decoración y el ajuar domésticos a través de ejemplos concretos. Especialmente valiosos resultan los inventarios ‘post mortem’, pero, entre las fuentes bibliográficas de la época consultadas, se cuentan también "desde tratados de cómo se hacen, peinan y guardan las pelucas a recetarios de cocina, tratados de teñir materiales, manuales de conducta, tratados sobre hacer velas y cómo usarlas, pero también literatura, teatro, novela, incluso libros del literatura médica y religiosa... Era tirar del hilo: revistas de la época, prensa satírica...". Además de otra documentación de archivo: testamentos, contratos, pleitos y actas y expedientes de la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País. El trabajo mereció el premio a la mejor tesis doctoral sobre arte y patrimonio aragonés 2021, otorgado por la Cátedra Gonzalo Borrás.

Los inventarios zaragozanos hablan de estancias y objetos que tejen la vida cotidiana y que se van modernizando según los nuevos gustos. A partir de los años cuarenta se producen cambios que se acumulan en el último cuarto de siglo. Zaragoza no es Madrid, pero la Villa y Corte marca las pautas a los centros urbanos de la ‘periferia’, donde la vivienda urbana aristocrática y burguesa se transforman al tiempo que lo hacen la familia y los hábitos de consumo.

Si entráramos en una casa zaragozana de mediados del siglo XVIII, hallaríamos espacios que se van sacudiendo la gravedad solemne de décadas anteriores para dar paso a la claridad y la ligereza. En la nueva decoración, todo rima. En ambientes más densamente amueblados, se consigue una sensación de uniformidad al conjuntar, a juego, el mobiliario con los apliques de luz (cornucopias) y armonizar los colores de muebles, mil y un complementos textiles y molduras.

"Entre los cambios que más llaman la atención a partir de mediados de siglo está el gusto por tener más objetos y más muebles que antes, muchos pintados o lacados, la variedad y la claridad de los colores aumenta", señala la profesora de la Universidad de Zaragoza. "Esto es muy patente en el mueble aragonés pintado o charolado". En el XVIII, la revolución de los tintes abre un abanico de colores y, mientras "persisten los que predominaban antes, el rojo y verde intensos, gustan los pasteles, los medios tonos y, por supuesto, las molduras doradas". Sorprende en el lenguaje notarial de la época la variedad y riqueza de matices del léxico del color: camas de granadillo, ropajes masculinos de seda color de pulga, gris perla, verde gay...

En los gabinetes, estancias creadas para acoger colecciones especializadas y nuevo ámbito de la sociabilidad restringida, encontramos piezas como este armario monetario, pintado por Salvador Maella.
En los gabinetes, estancias creadas para acoger colecciones especializadas y nuevo ámbito de la sociabilidad restringida, encontramos piezas como este armario monetario, pintado por Salvador Maella.
Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País

Un nuevo concepto del lujo

Cambia por completo el concepto del lujo que ahora, en un mundo de apariencias, combina las ideas de vestir la casa, renovar la casa y llenarla. La investigadora, que también es miembro de la Academia Aragonesa de Gastronomía, explica que, en el XVI y XVII, lo lujoso "se basaba sobre todo en el valor intrínseco de los objetos, una pieza era excepcional por el valor del material, por la técnica en que estaba ejecutada o por su exclusividad". Pero en el XVIII "se van a trastocar las reglas del lujo: a partir de mitad de siglo, lo lujoso es cambiar de modelos constantemente, de forma que estén adecuados a la última moda"

Estos objetos de tendencia "no hace falta que estén hechos en materiales de gran valor, puede ser papel pintado –una novedad del setecientos que agradaba sobremanera al Conde de Aranda– o loza en lugar de porcelana, los muebles charolados no están hechos en maderas como el ébano, la caoba o el granadillo, sino en pino, porque luego se lacan y se pintan, son de lujo porque son la última moda y quien los compra es tanto el que no podría pagar objetos exquisitos como el que los prefiere; la diferencia es la sobreabundancia, llenan todo". Tanto en viviendas acomodadas como entre la nobleza.

Los interiores del XVIII se pueblan de objetos desiguales calidades. Hay bienes que, por su novedad, todo el mundo quiere tener para estar a la moda. Es el caso de las piezas de ‘lacca povera’, una exitosa imitación barata de las lacas orientales, como esta caja roja.
Los interiores del XVIII se pueblan de objetos desiguales calidades. Hay bienes que, por su novedad, todo el mundo quiere tener para estar a la moda. Es el caso de las piezas de ‘lacca povera’, una exitosa imitación barata de las lacas orientales, como esta caja roja.
Oliver Duch

"Hay cambios en la producción de bienes y en el consumo y podemos llamar bienes de ‘populujo’ a esos objetos hechos de materiales asequibles, no particularmente duraderos, pero que todos quieren tener"

Triunfan las imitaciones. "Es curioso, gente que podría pagar una vajilla de porcelana compra muchísima loza o servicios de peltre, aunque pudiera pagarlos de plata, porque son la última moda". Se difunden muchísimo, está al alcance de los profesionales liberales el decorar su casa ‘a la última’, "pero también los nobles de la aristocracia y altos funcionarios, que podrían comprarse objetos de lujo clásico, los consumen en grandes cantidades y, sobre todo, renuevan los modelos". Compran piezas de ‘lacca povera’ veneciana, más baratas que las lacas orientales al llevar los motivos grabados y recortados. O candeleros, pequeños candelabros, que, en lugar de ser de plata, son de vidrio azogado, lo que ‘se lleva’.

Candelero de vidrio azogado, obra de la Real Fábrica de Cristales de La Granja, que imita las formas de los candeleros de plata.
Candelero de vidrio azogado, obra de la Real Fábrica de Cristales de La Granja, que imita las formas de los candeleros de plata.
Museo Nacional de Artes Decorativas, Madrid

El deseo constante de novedad valora especialmente lo exótico, lo raro y lo extranjero en piezas para enseñar e incluso para divertir a las visitas. En los espacios de recepción de los interiores zaragozano, los exponen en un tipo de mueble característico del XVII, los escaparates de alhajas, que no desaparece en el XVIII y se va convirtiendo en la vitrina del XIX y XX. Estos escaparates "se llenan de servicios de café, té y chocolate, de objetos de fauna de Alcora que imitan formas de animales: salseras de perdiz, pebeteros en forma de lagarto... En ellos ponen desde pequeños adornos de plata hasta abanicos o alguna imagen religiosa. Tener más objetos revela un cambio de gusto".

Mancerina de Alcora en ‘tierra de pipa’, utilizada para sujetar la jícara en los servicios de chocolate. La ‘tierra de pipa de Inglaterra’ es una producción que la manufactura de Alcora comienza a fabricar a partir de 1774, con la llegada del maestro francés Francisco Martín. Casi pueden llamarse 'el duralex del XVIII', ya que es una de las series más comerciales.
Mancerina de Alcora en ‘tierra de pipa’, utilizada para sujetar la jícara en los servicios de chocolate. La ‘tierra de pipa de Inglaterra’ es una producción que la manufactura de Alcora comienza a fabricar a partir de 1774, con la llegada del maestro francés Francisco Martín. Casi pueden llamarse 'el duralex del XVIII', ya que es una de las series más comerciales.
Museo Nacional de Artes Decorativas. Madrid

Un milhojas textil

Pero para los zaragozanos del Setecientos, "la idea de ‘poner quartos’ –es decir, de alhajar una casa para habitarla- pasaba no solo por acondicionar los espacios y amueblarlos, sino, por encima de todo, de revestir tanto superficies como objetos". Hasta componer –tapete sobre tapete– un auténtico ‘milhojas textil’.

Al imaginar uno de estos interiores, debemos pensar que nada se dejaba sin ‘vestir’: paredes, suelos y mobiliario. "Todo estaba recubierto de elementos textiles: juegos de cubiertas y sobrecubiertas para los muebles de asiento, las mesas se cubren con tapetes y toallas de mesa, hay juegos de cortinas exteriores e interiores para puertas y balcones...", y a ello se sumarían los arrimadillos –frisos de una altura de vara o vara y media que protegían el muro del roce de los muebles y libraban a objetos y ropas del encalado de las paredes– y esteras de los suelos. Las alfombras finas de Valencia se hacían con hoja de palma. 

"Todo protegía y acondicionaba mejor la casa", impidiendo entre otras cosas –al igual que los biombos–, las corrientes de aire, temidas como causa de enfermedades y, en ambientes siempre iluminados con luz de llama, de apagones o accidentes. Estética y comodidad van de la mano. Para protegerse del frío, "en las casas aragonesas no abundan las chimeneas como en otros lugares de Europa, España era un país de braseros".

Pero, además de acondicionar, los textiles domésticos se utilizan como varita mágica para renovar el aspecto de los interiores, pues se cambian según la época del año, y también para dar uniformidad cromática a cada estancia, ya que, frecuentemente con un color predominante, tapicerías y cortinas lucen a juego con el mobiliario. En un momento en que "aparecen tejidos nuevos, como las indianas floreadas, para decorar los espacios, gustan también las telas que hacen aguas y, a partir de los años sesenta, se imponen los tonos pastel y los colores claros; hay muchos tipos de blanco, rosa y azul. La muselina blanca oriental –con la que se forran fondos de tocador y pabellones de cama– es "un tejido por el que se pirran; es la tela de moda del cambio de siglo".

La iluminación, más alta y difusa al generalizarse las cornucopias, favorece una nueva apreciación estética de los colores y las combinaciones cromáticas.
La iluminación, más alta y difusa al generalizarse las cornucopias, favorece una nueva apreciación estética de los colores y las combinaciones cromáticas.
Museo Nacional de Artes Decorativas. Madrid

Este mundo de claridad encuentra una nueva aliada en la moderna forma de iluminar. A partir de los años sesenta se generaliza el uso de cornucopias, pequeños espejos con marcos tallados y dorados. Relativamente asequibles, aparecen desde mediados de los cuarenta en viviendas de mercaderes. Su truco genial: las llamas de las velas a las que sirven de soporte se reflejan en la luna azogada y la luz se amplifica. "Tenías una vela y funcionaba como dos, porque veías la luz de la vela y la del reflejo". Solían colocarse a cierta altura y, al iluminar desde arriba, hasta el aspecto de las personas cambiaba y se potenciaba un efecto de movimiento sobre las superficies jaspeadas o los veteados marmóreos con que la pintura sobre mueble imitaba materiales más nobles en novedosas consolas, rinconeras y canapés.

A partir de 1740, el mueble pintado se apodera de todos los interiores; gustan los colores claros y los dorados
A partir de 1740, el mueble pintado se apodera de todos los interiores; gustan los colores claros y los dorados
Oliver Duch

"El mueble pintado aragonés es muy específico nuestro y había muchísimo en el XVIII", destaca Abad. "Es lo que más sale en inventarios: a partir de los años cuarenta, el mueble pintado se apodera de todos los interiores porque es muy vistoso y permite hacer habitaciones decoradas a juego". Y se pone de moda "no solo entre las clases medias que no pueden pagarse una caoba, no es eso, los primeros conjuntos de muebles pintados los tienen los Pignatelli o el conde de Aranda".

La marea del tiempo ha llevado piezas de esta época hasta la tienda de antigüedades de Miguel Cebrián, que valora cómo "los restauradores nos ayudan a llegar a la pintura original, sin llevarse los dorados, sin repintar, hasta llegar a la pieza pura". Algunas tan apreciadas que "la persona que compró un armario de ‘lacca povera’ tuvo que llamar a una grúa y romper la ventana para meterlo en su casa en Madrid". Reconoce que en Aragón prácticamente no vende ningún mueble del Setecientos, pues "falta sensibilidad, no nos queremos ni ponemos en valor las cosas que han hecho nuestros antepasados, con las que han convivido y con las que te están comunicando una historia". Mientras "en otros lugares de España hay familias que los coleccionan, en Aragón tener eso en casa en lugar de un mueble inglés es como de pobres. Nos falta valorarlo".

Al fin y al cabo –en el pasado y hoy–, una casa dice mucho de nosotros. "De la dinámica familiar, si estamos solos o no, incluso de nuestra edad y carácter, de nuestro gusto, nuestra posición social y formación intelectual..., lo vemos ahora en los fondos de las videoconferencias", enumera Carmen Abad. "Dónde colocamos las cosas va creando una peculiar topografía: no dice tanto de nosotros lo que tenemos, sino cómo lo colocamos". Hoy, los muebles del XVIII –en su día ingredientes de una sobredosis decorativa– lucen como protagonistas en los interiores contemporáneos. La última consola pintada salida de la tienda de Cebrián en Zaragoza está bajo un Chillida.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión