Tercer Milenio

En colaboración con ITA

la vida de las piedras

Castillos de roca

Inexpugnables fortalezas de roca. Algunas montañas es eso lo que parecen. Posiciones aisladas, baluartes desde los que otear amplios horizontes, inmensas paredes como murallas que defienden el recinto somital de enemigos imaginarios. Hay dos en el Pirineo oscense que encajan en esa descripción y cada una de ellas cuenta una historia. Conozcamos la primera.

El sinclinal colgado del Castillo de Acher, una maravilla geológica.
El sinclinal colgado del Castillo de Acher, una maravilla geológica.
Ánchel Belmonte Ribas

El valle de Echo, excavado por el Aragón-Subordán en forma de río o glaciar según le va dictando el clima, es sin lugar a dudas uno de los más fascinantes del Pirineo. Ninguno de sus picos llega a la tan perseguida cifra de los tres mil metros, ni falta que les hace. Una montaña no necesita ser alta para ser grande. Les bastan sus escarpadas formas y sus variados colores para llamar la atención de cualquiera que –sepa o no geología– se deje seducir por lo que el paisaje reserva a quienes no pasan por él como quien pasa pantallas.

El escenario no puede estar mejor diseñado y hace que la ‘tensión paisajística’ vaya in crescendo a medida que uno se aproxima desde el sur. Echo y Siresa se asientan sobre el paisaje abierto que propician las turbiditas, unas rocas fácilmente erosionables que dan lugar a formas amables y redondeadas. Desde allí, una formidable barrera interrumpe el valle. Se trata de la muralla calcárea de Peña Forca y Agüerri. El río, y la carretera que sigue su curso, la atraviesan en el espectacular enclave de la Boca del Infierno. Hay topónimos que lo dicen todo. Se trata de una garganta que trabajosamente se han currado tanto el río como las aguas subglaciares de la lengua de hielo que descendía por aquí hace unas decenas de miles de años.

En tiempos mucho más recientes, pero a caballo entre la historia y la leyenda, dicen los que saben que Roldán (que no Rolando) y sus huestes cayeron entre estas paredes y no en las de Roncesvalles.

Pero sigamos remontado el valle, lo mejor está por venir. La garganta por fin se abre y el panorama no puede ser más maravilloso. La selva de Oza, ese fantástico bosque, nos recibe con un tupido manto que no impide reparar en dos cuestiones.

La primera, unas rocas de llamativo color rojo envuelven el valle. Y, la segunda, sobre ellas domina al este una señorial fortaleza rocosa con forma de U: el Castillo o Castiello de Acher. Coronado por una banda de roca caliza, el pico es un enorme pliegue sinclinal colgado. Y colgado literalmente sobre el fondo del valle más de 1.200 metros, el sinclinal es lo que la erosión ha respetado (por ahora) de la sucesión de pliegues a los que pertenecía. Al norte y al sur faltan los anticlinales que lo relevaban. Conjunto de arrugas surgidas de la colisión, lenta pero tenaz, entre las placas tectónicas ibérica y euroasiática que tuvo como resultado la formación de nuestra querida cordillera pirenaica.

Quienes, movidos por un valor medieval, accedan al interior de su recinto amurallado no encontrarán caballerizas ni patios de armas. La naturaleza caliza y la forma del pliegue han generado un valle ciego interior que concentra la escorrentía y la disolución kárstica. El resultado es un espléndido campo de dolinas alineado según el eje del pliegue. Ningún detalle es azaroso en este memorable paisaje geológico.

La cima es una inmejorable torre del homenaje. Nos abre la vista a las rocas rojas que hablan de la erosión de cordilleras anteriores, a los pliegues de Aguas y Tortiella y, en lontananza, al antiguo volcán del Ossau o a las marmoleras de los picos del Infierno como miliarios de un camino geológico pirenaico que crece imparable hacia levante. Y hacia el este, nuestras huestes armadas con cuadernos de campo y cámaras asediarán otro castillo, el Mayor. Pero eso ya es otra historia…

Ánchel Belmonte Ribas Geoparque Mundial de la Unesco Sobrarbe-Pirineos

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