Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Gazapos de ciencia y cine

‘Men in Black: International’: el espacio estelar se rige por la ley del cuerpo negro

Por la ciencia y por la diversión, que tampoco se excluyen entre sí, recuperamos este cúmulo estelar de despropósitos, estrellas supercomprimidas, gigantes azules, energía convectiva fotosférica y explosiones termonucleares que saca los colores a los ‘men in black’ y pone negros a los astrónomos.

Fotograma de la película ‘Men in Black: International’ (F. Gary Gray, 2019).
Fotograma de la película ‘Men in Black: International’ (F. Gary Gray, 2019).
Columbia Pictures, Amblin Entertainment

El departamento internacional de los Men in Black se enfrenta a una doble y temible amenaza: la inminente colonización por parte de una especie alienígena conocida como la 'colmena' y un topo dentro de la organización que forma parte de aquella. El reputado agente H y su nueva compañera, la agente en prácticas M, tendrán descubrir al infiltrado y detener a la colmena para salvar el planeta.

Encuentra el gazapo científico en este diálogo de la película 'Men in Black: International', dirigida en 2019 por F. Gary Gray, con guion de Art Marcum y Matt Holloway, con un reparto que incluye a Chris Hemsworth (Agente H), Tessa Thompson (Agente M), Liam Neeson (Agente T), Rebecca Ferguson (Riza Stavros), Emma Thompson (Agente O).

El diálogo

¿Qué es esa cosa? –preguntó el agente H cuando el arma se desplegó en brazos de su compañera.
¿Ves el núcleo? ¿Ves cómo sigue emitiendo energía convectiva en el interior de la fotosfera? –preguntó M.
–… Eeeeh…, sí, lo veo todo…, veo la fotosfera esa…– respondió H sin el más mínimo convencimiento (ni conocimiento).
–Vale, sshhh –le mandó callar M–; eso son explosiones termonucleares.
–Espera, ¡¿qué?! ¿eso qué es?, ¿como una bomba o algo así?
–Creo que lo que vemos es una estrella supercomprimida y, por la temperatura del color, diría que es una gigante azul.
–Aprieta el botón a ver qué hace este cacharro –le animó H.
–¿Sugieres que probemos una estrella convertida en arma por diversión?
–Sí. Bueno, por la ciencia y la diversión –se justificó H.
–Bueno, tampoco se excluyen entre sí –admitió M.
–Exacto.
–Vale.
Y la probaron.

El gazapo

Confieso que de entre las varias barbaridades astronómicas que trufan este diálogo (¡¿una gigante azul tan supercomprimida que cabe en un bolsillo?!), el que más me impactó en directo fue esa alusión al color de la temperatura. Aclarado lo cual, me parece pertinente recuperar dos de las acepciones que el diccionario de la Real Academia Española ofrece de ‘sinestesia’:

2. f. Psicol. Imagen o sensación subjetiva, propia de un sentido, determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente.

3. f. Ret. Unión de dos imágenes o sensaciones procedentes de diferentes dominios sensoriales, como en soledad sonora o en verde chillón.

Así pues, salvo en el improbable caso de que la agente M sea sinestésica y/o el guionista un poeta con un dudoso gusto por las figuras retóricas, hablar del color de la temperatura es un sinsentido.

Disquisiciones lingüísticas al margen, cuando M se refiere al color de la temperatura, parece claro que, en realidad, lo que quiere señalar es que el color de la estrella depende (y al mismo tiempo indica) cuál es la temperatura de su superficie. Que, de hecho, ese es el sistema que emplean los astrónomos para estimar la temperatura de una estrella y clasificarla.

Conforme un cuerpo se calienta cada vez más y más (por ejemplo, por reacciones de fusión en su núcleo, que entonces se pueden entender como reacciones termonucleares), más de ese exceso de energía desprende al entorno. Si el entorno está en su mayor parte ‘hueco’ o vacío, como sucede en el espacio, la emisión es en forma de energía radiante. Es decir, como radiación electromagnética. Radiación que será tanto más energética cuanto mayor sea la temperatura del cuerpo.

Y como sabemos –o deberíamos saber a estas alturas–, la energía de la radiación electromagnética es directamente proporcional a su frecuencia e inversamente proporcional a su longitud de onda. Y aquí es donde entra en juego el color. O, más bien, donde surge la conexión color-calor. Las fuentes de calor modestas o cotidianas como una hoguera o un radiador eléctrico desprenden parte de su calor como radiación infrarroja y roja*, es decir como radiación de una longitud de onda que se localiza justo en el límite del espectro visible (por eso el tubo del radiador se pone rojo cuando lo enchufas). Y conforme la longitud de onda se va acortando nos desplazamos por aquel, desde su extremo más ‘frío’ al más ‘caliente’ o energético, del rojo al amarillo, luego el verde, hasta llegar al azul.

(*Aunque el aire que nos rodea es un fluido gaseoso su densidad es suficientemente baja, es decir, las moléculas que la ocupan están suficientemente alejadas entre sí, para que convivan dos de los mecanismos de transmisión de calor: convección y radiación. El tercero es la conducción, característico de los sólidos)

Así pues, y por decirlo de un modo simplificado: el color de un cuerpo emisor (ya sea la llama de una vela o una estrella) nos indica la temperatura aproximada de su superficie.

Del color ‘light’ a la ley de Wien y la clase espectral

La anterior es la versión ‘light’ –¿se pilla el juego de palabras?–. Siendo más precisos, en el caso de las estrellas hay que acudir a la Ley de Wien, según la cual para un cuerpo negro –cuerpos que absorben y reemiten toda la energía que les llega– existe una relación directa entre la temperatura del cuerpo emisor y la longitud de onda del pico de emisión máxima expresada según la ecuación: λpicoT=2898x10-³m·K.

Aunque las estrellas no son cuerpos negros ideales, sí se aproximan lo bastante a ellos como para verificar dicha ley. De hecho, el color –y la temperatura– de las estrellas no se determina a simple vista, sino a partir de su espectro de emisión y, más concretamente, a partir de la longitud de onda de su pico de emisión estas se clasifican según su clase espectral, que asimismo indica la temperatura estimada de su superficie.

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