Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Cosas de la vida

Ejercicio de empatía: imagina ser un caballo

La empatía nos despierta una curiosidad por la mente de otros animales, especialmente aquellos que cuidamos. Aunque puedan parecer inaccesibles, poco a poco la ciencia va entrando en este nuevo mundo.

El horizonte y los objetos lejanos son de una nitidez asombrosa a los ojos de un caballo.
El horizonte y los objetos lejanos son de una nitidez asombrosa a los ojos de un caballo.
Sandra Arilla

Cuando pienso en la casa de mis sueños me viene a la mente una de mis mejores amigas del instituto. Sandra vivía con sus padres a las afueras de Zaragoza y su jardín era tan grande que podía tener perros, gatos, gallinas y hasta un caballo llamado Gitano. De vez en cuando, me invitaba una tarde a jugar y me daba clases magistrales sobre cómo cuidar de él. Lo bañábamos con la manguera, le cepillábamos el pelo, le limpiábamos las herraduras y como premio por portarse bien le traíamos zanahorias. Durante la sesión de limpieza aprovechaba para hacer todo tipo de preguntas: "¿Crees que se siente solo, Sandra?", "¿sabrá que le queremos mucho?", "¿le gusta vivir aquí?". Mi amiga me respondía como buenamente podía, pero me seguía carcomiendo la curiosidad: "¿Cómo es ser Gitano?".

Al llegar a casa me puse a investigar en internet. Encontré una revisión bibliográfica muy interesante sobre los distintos experimentos científicos que se habían hecho con caballos. Era bastante completa. Descubrí, entre otras cosas, que pueden reconocer nuestras expresiones faciales. Cuando no les gustan miran con el ojo izquierdo, porque está conectado directamente con el hemisferio derecho del cerebro, donde se procesan los estímulos negativos, mientras que ocurre lo contrario con las expresiones de alegría. Cuando terminé con la lectura, que había sido intensa, caí rendida en la cama. Para asimilar mejor lo aprendido me puse a imaginar…

En su piel

Al abrir los ojos podía verlo todo, prácticamente tenía una visión de 360º, excepto por un punto ciego justo delante y otro justo detrás. El horizonte y los objetos lejanos tenían una nitidez asombrosa, pero justo delante de mí, había un cubo que no conseguía enfocar tan bien. Al menos reconocía perfectamente que era de color amarillo y que tenía dentro cositas naranjas, que supe por el olor que eran restos de zanahoria. También veía perfectamente el verde del césped y el azul del cielo, pero no podía reconocer por ningún lado el rojo.

De pronto escuché unos pasos y me puse alerta, alguien se estaba aproximando. Mis orejas se orientaron hacia el sonido y levanté la cabeza para oler mejor. El aroma me resultaba familiar y me informaba de que la susodicha estaba de buen humor. De detrás de los árboles apareció Sandra con una expresión en la cara que puede reconocer enseguida y confirmaba su estado de ánimo. Instintivamente giré la cabeza para mirarla con el ojo derecho. Empezó a hablar y aunque no entendía bien lo que decía, su suave tono de voz resultaba amable. Al llegar hasta mí empezó a acariciarme el morro con delicadeza. Todo esto hizo que me tranquilizara. Mis orejas se tumbaron hacia atrás, los músculos oculares se relajaron y mi labio superior se extendió descansando hacia delante. Creo que lo que sentía era placer.

Enseguida cogió el arnés, lo que solo podía significar una cosa: nos vamos de paseo. Caminando por el campo, con Sandra delante sujetando las cuerdas, me sentía feliz y animado. El paisaje y los olores me resultaban rutinarios y eso me tranquilizaba, pero empecé a detectar algo nuevo procedente de una mancha negra situada en medio del camino. Por curiosidad, acerqué mi hocico para captar mejor el olor. Ya no había duda. Se trataba del excremento reciente de una yegua sana, en buen estado de salud y que aún no había alcanzado la madurez sexual. Eso significaba que había otro équido cerca. Oteé el horizonte y enseguida localicé a la autora del rastro. Automáticamente mi cuerpo empezó a reaccionar. Se me abrieron los ojos de golpe, las orejas se me tensaron hacia atrás, las fosas nasales se me ensancharon y para colmo empecé a temblar. Creo que llevaba tanto tiempo aislado entre humanos que encontrarme con otro caballo me resultaba demasiado estresante.

Probablemente Sandra entendió lo que estaba pasando porque tiró de mí y me llevó por otro camino, alejándonos de la yegua. Sin embargo, el nuevo recorrido no fue mucho más tranquilizador. Detrás de nosotros venían dos humanos cuyos rostros y voces desconocía, así que presté atención a lo que ocurría. El más alto hablaba a gritos con una voz grave mientras gesticulaba de manera violenta, el otro apestaba a miedo. Levanté mi cabeza vigilante y me acerqué más a Sandra buscando su contacto físico. Mientras me acariciaba, me llevó a la izquierda del camino para dejarles pasar. Pude ver la cara de enfado del alto, lo que me resultó terriblemente desagradable. Noté cómo el corazón se me aceleraba e instintivamente giré mi cabeza para mirarle con el ojo izquierdo. Sé que si vuelvo a ver a ese humano lo reconoceré y espero que no se me acerque, porque no me va a gustar.

Ya de vuelta en casa me sentí más relajado y me puse a comer el pienso que Sandra me había preparado antes de irse. El sol ya estaba oculto en el horizonte y empezaba a refrescar. Con el estómago lleno, me metí en el cobertizo, feliz de tener una manta en la que acurrucarme porque, aunque pueda dormir a la intemperie, también paso frío y me gusta dormir con una mantita acogedora.

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