Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Ciencia que alimenta

Aquí hay tomate, otra cosa es a qué sabe y lo que se sabe al respecto

¿Por qué los tomates del pueblo saben mejor que los del supermercado? ¿Por qué algunos, además de insípidos, tienen textura de corcho?

Una cascada de reacciones químicas lo hacen sabroso y digerible mediante el proceso de maduración.
Una cascada de reacciones químicas lo hacen sabroso y digerible mediante el proceso de maduración.
Calafellvalo

¿Por qué los tomates de comercio local y/o proximidad saben mejor que los del supermercado? ¿Por qué los tomates del supermercado no saben a nada y además tienen textura de corcho? ¿Por qué no hay nada comparable a un tomate recién cogido de la tomatera de la huerta? ¿Y por qué la ingeniería genética al servicio de la tecnología de los alimentos puede ser la solución al drama de los insípidos y ‘corchudos’ frutos del súper?

Todas estas preguntas encuentran la misma respuesta: porque para que un tomate tenga sabor (y textura) de tomate tiene que estar maduro. Lo que no deja de tener toda su lógica, ya que el objetivo evolutivo de la maduración es conferir al fruto palatabilidad. ‘Palabro’ que viene a significar que un alimento es grato al paladar. En resumen, que la maduración persigue hacerlo sabroso y digerible para sus consumidores y así garantizar la dispersión de las semillas, la siguiente generación.

Algo que logra con la activación de toda una cascada de reacciones químicas entre las que destaca la rotura del almidón y las pectinas en azúcares simples responsables de su característico dulzor.

Es asimismo esta degradación de los grandes polisacáridos de reserva y estructurales en moléculas más pequeñas lo que ablanda los tejidos y hace al tomate más carnoso y jugoso. Lo cual es una bendición a la hora de degustarlo, pero un problemón logístico cuando se trata de transportar los frutos de la huerta hasta el supermercado en grandes contenedores. Así pues, para evitar que lo que llegue a su destino sea un sabrosísimo puré, lo que se hace es recolectar los tomates antes de que comiencen el proceso de maduración y transportarlos en condiciones controladas de temperatura y luz, los factores externos que indican al fruto que ha llegado el momento de madurar.

Esta recolección antes de tiempo aprovecha el hecho de que los tomates son frutas climatéricas, es decir, que siguen madurando una vez recogidos gracias a la producción interna de etileno, el gas que actúa como señal de inicio de la cascada de reacciones. El objetivo es que lleguen sanos y salvos –aunque verdes– y, luego, ya en su destino, dejar que maduren en un entorno rico en etileno y con la temperatura idónea.

Pero entonces, ¿por qué no saben a nada? Porque en muchas ocasiones los tomates son recolectados tan pronto –tanto más cuanto más lejos está el lugar de destino y más se demoren en el transporte– que no almacenan la energía, los recursos suficientes, como para completar esta maduración en diferido. Explicado de un modo muy simple (y simplificado): no han acumulado suficiente almidón como para que luego resulten dulces y carnosos.

El fascinante proceso de maduración

Llegados a este punto conviene ahondar un poco más en el fascinante –al menos para un químico– proceso de maduración de un tomate: una etapa que comienza al finalizar el desarrollo del fruto, cuando las semillas contenidas en la pulpa alcanzan su estado definitivo y ya están listas para ser dispersadas. Es entonces cuando se pone en marcha un complejo programa que implica la regulación coordinadas de numerosos cambios fisiológicos y bioquímicos que van a modificar su color, sabor, textura y aroma. Estos cambios tienen lugar como consecuencia de la activación o inhibición de los genes que regulan las distintas rutas metabólicas (y esta información cobrará pleno sentido al final del texto).

Cuando el tomate ha completado su desarrollo y las condiciones ambientales son propicias, se produce un drástico incremento en la producción y concentración de etileno. Es la señal de que ha llegado la hora.

El primer paso es la reconversión de los cloroplastos, los orgánulos donde se realiza la fotosíntesis) en cromoplastos, lo que supone la degradación de las estructuras fotosintéticas y que comiencen a producirse y acumularse pigmentos carotenoides amarillos y naranjas y, sobre todo, licopeno, el pigmento rojo. La pérdida de la capacidad fotosintética implica que el tomate ya no recibe energía solar y que tiene que tirar de las reservas acumuladas en forma de almidón para completar su metamorfosis.

Esta glucólisis (rotura en unidades más pequeñas) de los granos de almidón (el polisacárido de reserva) y las pectinas (los polisacáridos de sostén de la pared celular) en azúcares simples proporciona el dulzor característico de los tomates maduros. Además, como las pectinas son los tejidos de soporte de las paredes celulares, estas se vuelven más flexibles lo que provoca que el tomate se torne más blando y carnoso.

Al mismo tiempo, se activa la síntesis de ácidos orgánicos (fundamentalmente ácido cítrico y ácido málico, que representan el 90%), que le otorgan ese refrescante punto de acidez. Y también la de aminoácidos, especialmente de aquellos precursores de compuestos aromáticos volátiles. 

Este es precisamente el último paso del proceso: la síntesis de compuestos aromáticos volátiles responsables de su aroma y que enriquecen su sabor a partir de sus precursores: los ácidos grasos, los aminoácidos y los carotenoides. Los derivados de estos últimos, aunque se producen en mucha menor cantidad, juegan un papel fundamental en el aroma del tomate, ya que tienen un umbral de detección por nuestro sentido del olfato muy bajo. Lo que significa que su olor es (nos resulta) muy intenso. Como una gota de un perfume comparado con una de colonia.

Visto todo lo anterior, resulta fácil de entender que los tomates del súper recogidos antes de la maduración no sepan a nada y que no haya nada comparable a un tomate recién cogido de la huerta en su punto óptimo de maduración.

Ingeniería genética

Entonces, ¿a los que no poseemos tierras de cultivo y ni tan siquiera tenemos espacio para un modesto huerto urbano no nos queda otra que resignarnos? Tal vez no. Es posible que esto cambie en un futuro más o menos inmediato gracias a la ingeniería genética y a dos recientes descubrimientos en este ámbito.

El primero, a cargo de investigadores de la universidad de Oxford que han identificado una posible vía para acelerar o ralentizar la maduración regulando la actividad del gen que codifica una única proteína localizada en los plastos –los orgánulos responsables de conferir color al tomate y que primero son cloroplastos y luego se convierten en cromoplastos– clave en esta conversión. Lo cual abre la puerta a desarrollar variedades de maduración lenta o retardada.

El segundo, efectuado por investigadores estadounidenses y chinos que han identificado el factor de transcripción (el interruptor genético) que regula muchos de los genes implicados en el proceso de ablandamiento de los tejidos; sin afectar al resto de reacciones que dan lugar a los compuestos que lo llenan de color y sabor. Así, con la inhibición de este factor de transcripción (al desactivar este interruptor) se podrían tener tomates llenos de sabor pero todavía tersos y duros, que se ablandarían menos y más lentamente, lo que permitiría su transporte y evitaría su recolección antes de tiempo.

De hecho, los responsables de la investigación ya habrían obtenido -y degustado- tomates así en el laboratorio. Y con una ventaja añadida ya que estos frutos inhibidos también producen y acumulan más licopeno y carotenos en la piel y la carne, aumentando su aporte nutricional.

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