Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Ciencia que alimenta

Coliflor y brécol: o las amas o las odias (y hay un motivo para ello)

¿Qué tendrán para despertar pasiones tan enfrentadas? ¿El rechazo a la coliflor y demás coles es algo que se lleva en los genes? ¿O será en la saliva?

Una dieta rica en vegetales de la familia de las crucíferas como el brócoli puede ayudar a mejorar nuestra salud
Una dieta rica en vegetales de la familia de las crucíferas como el brócoli puede ayudar a mejorar nuestra salud

Confieso que soy adicto al brécol y aún más a la coliflor (en gran medida por razones sentimentales, ya que esta es un uno de los platos típicos de las navidades gallegas). Y sin embargo, mi hija la detesta, aunque al menos no le hace ascos al brécol. Supongo que muchos padres podrán decir lo mismo. Y es que con la coliflor y el brécol -especialmente con la primera- no hay término medio: o las amas o las odias, que es con mucho lo más habitual en el caso de los niños. ¿Qué tendrán estas coles para despertar pasiones tan enfrentadas?

Lo que tienen la coliflor, el brécol y otras coles de la familia Brassica (como repollo o las coles de Bruselas, otros dos clásicos del “¡esto no me gusta!” infantil), pero sobre todo nuestras dos protagonistas, es un compuesto denominado sulfóxido S-metil-L-cisteina (SMCSO), un derivado del aminoácido cisteína. Y lo que también tienen es la enzima aliinasa que rompe a aquel

Normalmente está enzima está confinada en el interior de las vacuolas celulares, por lo que uno y otra no entran en contacto, pero cuando los tejidos de la planta son dañados, como sucede al cortarla y trocearla para su cocinado, las células se rompen, sus vacuolas se abren y la aliinasa entra en contacto con el sulfóxido de cisteína, descomponiéndolo para dar lugar –tras una cascada de reacciones en cadena- a compuestos sulfurados volátiles con un potente y desagradable olor

Al trocearla en crudo, apenas se percibe, pero otra historia es cuando se echan a la olla para cocerlas o se meten en el horno, porque entonces, y bajo la acción del calor, estos compuestos inundan la atmósfera con su potente pestilencia a huevos podridos (en realidad a sulfuros). Sin embargo, esto por sí mismo no debería ser problema, ya que con el tiempo de cocción suficiente, estos olores acaban mitigándose y cuando la coliflor o el brécol llegan al plato, ya son tolerables como para no justificar tan visceral rechazo.

Parece ser que el verdadero motivo, si hacemos caso de las conclusiones alcanzadas por un reciente estudio, es que algunas bacterias propias de nuestra flora intestinal (la denominada microbiota intestinal) también fabrican la enzima aliinasa y producen los mismos compuestos. Y peor aún, ciertas bacterias presentes en la saliva de algunas personas hacen otro tanto, lo que implica la producción de esos mismos compuestos sulfurados volátiles en la boca, que inundan la cavidad buconasal con su olor, produciendo una sensación organoléptica desagradable en el mejor de los casos.

De hecho, y tal y como ha comprobado el estudio, parece existir una relación directa entre la presencia de esta bacteria en cantidades significativas en la saliva y el rechazo a la coliflor y el brócoli tanto en niños como en adultos; y asimismo existe una relación entre su presencia en la saliva de los progenitores y en la de sus retoños, lo que indica una composición microbiana similar entre miembros de una misma familia.

¿Entonces, el rechazo a la coliflor y demás coles es algo que se lleva en los genes?, ¿al final voy a ser yo el culpable de que no le guste a mi hija? No necesariamente. O al menos solo en parte. En realidad, ahora sabemos que los genes juegan un papel residual en la composición de la microbiota de cada persona y que en torno al 98% viene determinado por factores externos, principalmente la dieta y los hábitos de vida; lo cual justifica que los integrantes de una misma unidad familiar compartan la presencia de la bacteria en la saliva, dado que también comparten mesa mantel y menú…

Aunque esto último no siempre se cumple. Y yo soy un ejemplo. Como ya he dicho, a mí la coliflor me chifla, pero mi hija la aborrece. Algo que posiblemente tenga que ver con que mi alimentación es mucho más vegetariana que la suya –donde ella compaña con una guarnición de patatas fritas, yo prefiero un poco de menestra; etc.- y eso ha moldeado mi microbiota. Por tanto, la solución para que la flora bacteriana de su boca cambie y ella también le coja el gusto a las brasicáceas podría pasar por que, a partir de ahora, coma más verde –conste que lo digo aquí y ahora porque sé que no va a leer este artículo, porque, de hacerlo, seguro que me montaba un buen (re)pollo-.

De todos modos, todavía quedan un par de cuestiones por aclarar. La primera es por qué la coliflor genera mucho más rechazo que el brócoli. La respuesta es que la coliflor presenta una mayor variedad y cantidad de compuestos intensamente apestosos.

La segunda cuestión es por qué el rechazo a la coliflor y al resto de coles es mucho más acusado en el caso de los niños. ¿Es solo cuestión de que los adultos se acostumbran a esos olores y sabores, de que domesticamos nuestro sentido del gusto? Hay bastante de eso, pero también hay otra razón de índole organoléptica: resulta que en estas verduras abundan los compuestos con sabor amargo y acre. Y por el contrario escasean los compuestos con sabor dulce y salado, que son los sabores que nos seducen de forma innata. Pero es que además, los niños perciben con más intensidad el amargor que los adultos, son más sensibles a ese sabor en particular; y por contra tienen una menor sensibilidad al sabor dulce. Lo que asimismo explica su descontrolada pasión por las cosas hiperazucaradas.

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