Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Aquí hay ciencia

La receta científicamente perfecta del bizcocho

Por lo visto, la fiebre por la repostería en estos tiempos de pandemia y (auto)confinamiento no es exclusiva de nuestro país y nuestra glotonería, sino un fenómeno global. Tanto que la insigne Royal Chemistry Society británica ha tenido a bien dar a conocer la receta científicamente perfecta para hacer un bizcocho: ‘God save the cake’.

Desde el primer paso de su preparación, se comienzan a introducir burbujas de aire que darán esponjosidad del bizcocho
Desde el primer paso de su preparación, se comienzan a introducir burbujas de aire que darán esponjosidad del bizcocho
Congerdesign / Pixabay

Y es que cuando se dice que la repostería en una ciencia exacta, se suele aludir a que hay que ajustarse a la receta –y a las cantidades indicadas– al pie de la letra. Nada de pizcas y puñados o improvisados experimentos. Pero, en realidad, la ciencia de la repostería va mucho más allá de la precisión de las medidas. Incluso la preparación del más sencillo de los bizcochos pone en juego un buen número de procesos físicos y reacciones químicas claves para el resultado final.

Posiblemente, el bizcocho más básico sea el conocido como ‘cuatro cuartos’ (el ‘sponge cake’ inglés) atendiendo a que solo requiere 4 (+1) ingredientes en las mismas proporciones: mantequilla, azúcar, huevos y harina (además del impulsor, la levadura química, en el caso de que la harina no la lleve ya incorporada). Que deben estar a temperatura (y presión) ambiente, ‘of course’.

El primer paso en su preparación es mezclar la mantequilla con el azúcar y batir. Con ello se consigue licuar más la materia grasa: el batido proporciona energía mecánica que la derrite y las moléculas de azúcar debilitan su estructura interna al romper los enlaces entre ácidos grasos. Con ello se consigue evitar la presencia de grumos, que resultarían en la formación de inclusiones de grasa en el bizcocho. Además, al batir, también se comienzan a introducir burbujas de aire que contribuirán a la esponjosidad del bizcocho. Precisamente es la inclusión de esas burbujas lo que hace que la mezcla aumente su volumen.

El siguiente paso es añadir los huevos, uno a uno y también a temperatura ambiente, para evitar que el contraste térmico provoque la formación de algún grumo de mantequilla.

Al incorporar los huevos a la mezcla y batirla, se forma una emulsión –esencialmente una suspensión de gotitas de grasa en un medio acuoso–. La principal responsable de esto es la lecitina, un fosfolípido que abunda en la yema del huevo. La lecitina es una molécula anfótera, lo que quiere decir que tiene un extremo con afinidad hacia las grasas y otro con afinidad al agua. En virtud de ello, las moléculas de lecitina –con su extremo lipófilo apuntando al interior y el hidrófilo hacia afuera– rodean las gotas de grasa, formando una película o cápsula que permite que aquellas permanezcan suspendidas en la mezcla acuosa.

Una vez que, gracias a nuestra emulsión, ya disponemos de un medio acuoso, es el momento de incorporar la harina, algo que hay que hacer poco a poco y con movimientos envolventes. Es ahora cuando se forma el gluten, que constituye el soporte o estructura que va a dar soporte a nuestro bizcocho. La harina per sé no contiene gluten, sino las dos proteínas precursoras de este (glutenina y gliadina). Al batirlas en un medio acuoso –en el que se hidratan, con lo que se hinchan y se debilita su estructura–, se consigue romper esta –un proceso denominado desnaturalización–. De este modo, las proteínas se desenredan y estiran, lo que permite que se establezcan enlaces entre ellas que dan lugar a la formación de una malla o estructura tridimensional de gluten que proporcionará elasticidad y rigidez. Por eso mismo, si hasta ahora se podía admitir el empleo de una batidora eléctrica, en este paso es necesario batir a mano y con movimientos envolventes y no muy vigorosos. El motivo es que, a diferencia de lo que se busca en otras masas, como la del pan, a la hora de hacer un bizcocho no queremos que se forme demasiado gluten porque entonces resultaría un bocado demasiado duro y denso, poco esponjoso.

Es también en este paso cuando, junto a la harina –y si esta no lo lleva ya incorporado– se añade el agente impulsor: la levadura química. Esta no es más que una mezcla sólida (pulverizada) de un ácido y una base acompañados de un deshidratante, esto es, un compuesto que atrapa y absorbe la humedad para garantizar que los otros dos permanecen secos hasta el momento de su adición a la masa.

Cuando esto ocurre, y ya en un medio acuoso y con el suministro de energía que proporcionará el calor del horno, el ácido y la base reaccionan entre sí neutralizándose, una reacción en la que se libera dióxido de carbono. Son precisamente las burbujas de este gas las que, al intentar escapar, en su ascenso quedarán atrapadas en la malla de gluten y harán que esta se expanda, crezca y suba. Pero eso aún está por suceder.

Es importante puntualizar que por muy tentador que resulte incorporar un ‘extra’ de impulsor para que quede ultraesponjoso, esta práctica es contraproducente, porque demasiado impulsor puede provocar justo el efecto contrario: un exceso de burbujas que se expandan en la masa más allá de su capacidad, provocando que esta colapse y se quede en nada. Es lo mismo que cuando hinchamos un globo en exceso por querer hacerlo enorme y nos acaba explotando en los morros...

Al horno

Una vez lista la masa, se vierte en el molde y se introduce en el horno previamente precalentado, donde la mezcla líquida va a acabar convirtiéndose en un delicado sólido.

El gluten proporciona el armazón del bizcocho. Si lo comparamos con un edificio, el gluten sería el entramado de vigas que enmarcan las distintas estancias –en las cuales se instalan las burbujas de CO₂–. Pero para que estas estancias tengan paredes, hacen falta ladrillos y cemento. En nuestro bizcocho, el material de relleno son las proteínas globulares de la clara del huevo y el almidón de la harina. 

Las proteínas de la clara, por efecto del calor intenso se desnaturalizan, es decir, pierden su estructura globular y se abren y despliegan. Y, al hacerlo, comienzan a formarse enlaces entre ellas y con el gluten. Este proceso se denomina coagulación y es lo mismo que sucede al freír o cocer un huevo, pero a una escala mucho menor, ya que ahora las proteínas no están todas juntas, sino dispersas por toda la masa. 

Otro tanto sucede con los polisacáridos que integran el almidón de la harina: al hidratarse primero y luego calentarse también pierden su estructura, se desenrollan y comienzan a formar enlaces entre ellos, en un proceso conocido como gelatinización.

Durante todo este proceso de horneado se produce una lucha entre proteínas y polisacáridos, por un lado, y las moléculas del azúcar y de la mantequilla, por el otro, que resulta fundamental para que el resultado final tenga la textura justa: las primeras se afanan en formar enlaces y conferir solidez al conjunto y las segundas interfieren lo suficiente en su formación para que no resulte demasiado rígido. Por eso tampoco es buena idea escamotear grasas y azúcar (ni reemplazarlo por edulcorante) en aras de que la receta resulte más ligera. Para eso, mejor te comes una pera.

Finalmente, en la superficie del bizcocho en formación, donde se alcanza una mayor temperatura, los aminoácidos de las proteínas y los azúcares reaccionan entre sí en lo que se conoce como reacción de Maillard –aunque en sentido estricto son un conjunto de reacciones–, para dar lugar a los compuestos aromáticos responsables de esa deliciosamente acaramelada y atractiva corteza tan característica de un bizcocho en su punto.

Es el momento de retirarlo del horno y dejarlo enfriar. Y aquí llega un último y definitivo truco: una vez que se haya atemperado lo justo, conviene desmoldarlo y dejar que se acabe de enfriar del todo bocabajo. Con ello lo que se consigue es que la humedad que conserva el bizcocho acumulada en la parte inferior se distribuya por todo el conjunto. Y ahora sí, por fin, ya podemos degustarlo. Que aproveche.

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