Tercer Milenio

En colaboración con ITA

El 'efecto bebé'

Por qué los bebés nos resultan tan monos

"¿No es adorable?". "¡Es que dan ganas de comérselo!". "¡Pero mira qué mofletes!". Ante el rostro de un bebé, y dándole prioridad sobre el resto de estímulos, nuestro cerebro se activa de una forma única. Que se nos caiga la baba con ellos es la estrategia que la biología ha ingeniado para garantizar la supervivencia del Homo sapiens, una especie que precisa atención permanente durante más de una década. Los investigadores analizan el ‘efecto bebé’ y los dibujantes aprovechan la debilidad humana hacia los rostros de cachorros y bebés para encandilarnos con Mickey Mouse, Betty Boop o los ‘kawaii’ japoneses.

¿Has experimentado alguna vez un deseo irrefrenable de estrujar y pellizcar algo que te despierta ternura, como un cachorro o los mofletes de un niño? En tagálog, una lengua hablada mayoritariamente en Filipinas, tienen un nombre para esta sensación universal: gigil.
¿Has experimentado alguna vez un deseo irrefrenable de estrujar y pellizcar algo que te despierta ternura, como un cachorro o los mofletes de un niño? En tagálog, una lengua hablada mayoritariamente en Filipinas, tienen un nombre para esta sensación universal: gigil.
Needpix

El primer Mickey Mouse que dibujó Walt Disney en 1928 no causó el efecto esperado. Después de darle vueltas y más vueltas sobre el papel, al padre de la animación se le encendió la bombilla: los rasgos de su personaje no eran nada infantiles. Ni corto ni perezoso, sustituyó los dos puntos negros de la cara de Mickey por un par de ojazos, engrosó sus brazos, agrandó el tamaño de su cabeza y redondeó su frente. Y –ahora sí– aquel roedor aniñado encandiló al mundo entero.

Enormes ojos lucía también hace años el cervatillo protagonista de ‘Bambi’, otro éxito histórico de la factoría Disney. Que por cierto sirvió de inspiración al nipón Osamu Tezuka para crear el manga y el anime. Una estrategia similar explica la popularidad de Betty Boop, aquel personaje de dibujos animados de la Paramount, coetáneo de Popeye, que combinaba un cuerpo sensual y lleno de curvas con una cara de niña.

Conscientemente o no, lo que todos estos dibujantes hicieron no fue otra cosa que aprovecharse de la debilidad humana hacia los rostros de los cachorros y los bebés. ¿Qué los distingue del resto? Ya hemos dado alguna pista. Resulta que, como después del nacimiento los ojos alcanzan su tamaño definitivo mucho antes que la cabeza, proporcionalmente son descomunales. Y dado que el cuerpo tarda más en crecer que la mollera, los bebés acostumbran a ser cabezones. Si a eso se le unen un par de mofletes redondos, propios de quienes acumulan más grasa corporal que los adultos, una nariz tamaño botón y una barbilla achatada, no hay quien contenga las ganas de darle un achuchón a un rorro.

Estrategia biológica

Que estas monadas tengan la habilidad de enamorar hasta los tuétanos a todos los adultos que se les acercan, tiene su razón de ser. Resulta que los ‘cachorros’ humanos son seres indefensos y dependientes, que solo sobreviven si cuentan con el soporte de sus congéneres. A diferencia de los más pequeños de otras especies, que pueden cuidar de sí mismos nada más nacer, o si acaso a las pocas semanas de vida, los bebés necesitan atención permanente durante más de una década. Por eso la ternura no se borra hasta la adolescencia. Es el mecanismo que la biología ha ingeniado para garantizar la supervivencia del Homo sapiens.

A nivel neurológico, eso se traduce en que nuestro cerebro responde al rostro de un retoño en un tiempo récord de solo 140 milisegundos. Escáner en mano, Morten L. Kringelbach y sus colegas de la Universidad de Oxford (Reino Unido) demostraron que, tanto si eres padre como si no, esa actividad precoz se registra en la corteza orbitofrontal, un área del cerebro emocional localizada justo debajo de los ojos. Que no reacciona ante caras adultas, dicho sea de paso. "Sus neuronas se ocupan de monitorear continuamente si hay estímulos gratificantes en el entorno", explica Kringelbach. "Cuando detectan rostros de bebés, los etiquetan emocionalmente, y eso nos predispone a tratarlos de un modo especial", matiza. Tanto placer nos produce a nivel cerebral que podemos pasarnos las horas muertas mirando a un bebé o, por el mismo motivo, a un cachorro de cualquier otro mamífero. "Estamos diseñados para que los retoños se coloquen a la cabeza de la lista de la información que procesa el cerebro, y por eso es tan difícil ignorarlos", afirma el neurocientífico británico.

"¿No es adorable?". "¡Es que dan ganas de comérselo!". "¡Pero mira qué mofletes!". Son algunas de las frases que más escucha en su primer año de vida un bebé. Y mientras las pronunciamos, o incluso si solo sonreímos y asentimos con la cabeza al escucharlas, entran en ebullición las neuronas de la amígdala, centinela de las emociones. Que genera exactamente la misma respuesta cuando reproducimos una y otra vez un viral de Youtube protagonizado por un tierno cachorro. O cuando nos quedamos embelesados delante de la gran pantalla mirando las caritas angelicales y aniñadas de Scarlett Johansson y Leonardo Dicaprio.

Podemos pasarnos las horas muertas mirando a un bebé... o vídeos de cachorritos en Youtube.
Podemos pasarnos las horas muertas mirando a un bebé... o vídeos de cachorritos en Youtube.
Pxfuel

El ‘efecto bebé’

Admirando a un bebé no solo se nos cae la baba: también nos volvemos mejores personas. Ante la imagen de esos rostros llenos de inocencia se reducen los niveles de agresividad, a la par que nos volvemos más generosos, compasivos, empáticos y predispuestos a ayudar. En 2003, investigadores de la Universidad Colgate de Nueva York (EE. UU.) quisieron ponerlo a prueba con la técnica de la correspondencia perdida. A saber: dejaron en el suelo de varias áreas comerciales y mercados más de 400 cartas aparentemente extraviadas, con la dirección del destinatario escrita en el sobre, el sello perfectamente pegado y un currículum falso en el interior. Para que no cupiesen dudas, les colocaron un post-it en el que se podía leer, en letras bien grandes, "MAIL TODAY" ("mandar hoy por correo").

Lo único que tenía que hacer quien se encontrara con una era decidir si se tomaba la molestia de echarla en un buzón. La gracia estaba en que la correspondencia era un cebo con trampa. Porque en la mitad de los casos la imagen del currículum había sido retocada para infantilizar el rostro del supuesto remitente, agrandando el tamaño de los ojos y la boca. El truco del ‘efecto bebé’ funcionó, porque la mayoría de las cartas con rostros aniñados llegaban a su supuesto destino, mientras que el porcentaje bajaba cuando los ojos y la boca menguaban de tamaño.

Adultos aniñados

Ojos grandes y vivos, nariz chata, barbilla pequeña, labios carnosos y mofletes generosos. Es la descripción de un bebé, sí, pero también del semblante de muchas supermodelos de éxito. Dicen los expertos que a los hombres les atraen poderosamente las mujeres con rasgos infantiles. Y que por esa razón la selección sexual ha favorecido a los rostros aniñados. Eso, y que en tiempos de escasez, a las personas adultas con cara de niño no solía faltarles nada, porque inconscientemente sus congéneres les protegían y les procuraban alimento.

Lo de tener rasgos aniñados al alcanzar la madurez –que en la jerga científica se conoce como rostro neoténico– predispone a nuestros congéneres a comportarse de manera pacífica, generosa y compasiva con nosotros. Pero, ojo, porque si ese es tu caso, más vale que no intentes dedicarte a la política. Ni dirigir una empresa en momentos de crisis. Porque, inconscientemente, tu cara también irá asociada con una doble etiqueta que juega en tu contra: debilidad y escasas dotes de liderazgo.

Si tienes que subirte al estrado, un rostro pueril puede venirte de perlas. Estudios científicos revelan que estamos predispuestos a declarar inocente al acusado de un crimen intencionado si sus rasgos son aniñados. Sin embargo, si se le acusa de actos negligentes, su aparente ingenuidad nos inclinará al veredicto de ‘culpable’.

Del ‘kinderschema’ a los kawaii

Esquema del bebé o ‘kinderschema’
Esquema del bebé o ‘kinderschema’

Konrad Lorenz ha pasado a la historia como el simpático científico que paseaba por los jardines seguido por polluelos de ganso que le consideraban su padre. No en vano fue él quien descubrió el fenómeno de la impronta, ese que hace que tras salir del huevo las aves siguen al primer ser al que se expongan de manera prolongada. Pero fue también este etólogo y zoólogo austriaco el que aglutinó por primera vez la suma de rasgos morfológicos que nos enternecen en los bebés bajo un mismo término: ‘kinderschema’ (esquema del bebé). Que incluye unos mofletes redondos, ojos proporcionalmente grandes (aproximadamente ocupan un tercio del rostro) y ubicados hacia el centro de la cara, nariz chata, barbilla poco prominente, frente grande y plana, cuerpo redondeado, extremidades cortas y una piel tersa y suave. Y que, además de inspirarnos ternura, nos infunde el deseo de protegerle.

Lo ‘cuqui’ enamora.
Lo ‘cuqui’ enamora.
Marceline Smith

La atracción instintiva que nos genera esa composición llevan años utilizándola los diseñadores de coches en el frontal de los vehículos, donde los faros hacen de ojos. También los pasteleros, que decoran galletas y magdalenas con ‘caritas’ que las hacen más llamativas y apetecibles. Amén de explicar el furor que causan actualmente los ‘kawaii’ japoneses (‘kawaii’ significa tierno), los dibujos asiáticos de moda que ponen ojos a frutas, sushi, tostadoras o rollos de papel higiénico de contornos redondeados.

¡Qué bárbaros los espartanos!

Visto cómo reaccionamos instintivamente ante un bebé, ¿cómo es posible que en la antigua Esparta examinasen a los bebés a conciencia y, en caso de encontrarles flaquezas de salud, tuviesen la sangre fría suficiente para abandonarlos o incluso matarlos? Según un reciente estudio canadiense de la Universidad Brock (Canadá), cometer semejante atrocidad era posible porque los recién nacidos no tienen tanto ‘sex appeal’ para el cerebro humano como los de tres meses. Es más, concluyen que el nivel máximo de ‘monería’ llega cumplidos seis meses. Antes de alcanzar esa edad, resulta emocionalmente menos doloroso optar ‘racionalmente’ por el infanticidio en caso de que la salud del neonato sea lo bastante deficiente para temer por su supervivencia.

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