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Las misiones de paz de hace 30 años: "Íbamos a comernos el mundo"

Para poder regresar a casa, los militares que estaban destinados en Angola y Namibia tenían que hacer más de cuatro escalas.

Maniobras militares en San Gregorio
Imagen de archivo de militares en la actualidad.
Raquel Labodía

"Te llaman un día por teléfono y te dicen: 'Queremos que alguien aparezca en Angola’. Y yo le dije a mi mujer: ‘Por favor, ponme un mapa de África'". Al aparato estaba, hace 30 años, José Rodríguez. Era el comienzo de la primera misión militar española en el exterior, a la que siguió otra en Namibia en la que Pedro Bernal comprendió que a vivir en paz se aprende.

Llamar a casa desde pesqueros españoles fondeados en las costas angoleñas, pasar dos malarias, hacer escala en Rusia, Italia, Turquía, Bélgica y Barcelona para visitar a la familia en Madrid, volar al ras para esquivar los misiles o mantener un aeropuerto en mitad del desierto con casi nada.

Son algunas de las experiencias que relatan a Efe estos militares hoy retirados para recordar, en el 30 aniversario de las misiones, cómo fueron esas primeras que casi sonaban a locura.

Ese 20 de diciembre de 1988 no se borrará nunca de la memoria del general de brigada Rodríguez, que tenía entonces 48 años y cuatro hijas en la veintena. Cuando sonó el teléfono y le propusieron liderar la primera experiencia de España en una misión, no lo dudó.

Y eso que el 3 de enero, solo 14 días después, tenía que estar en Angola con otros dos españoles para, como él dice, “hacer de notarios” y cerciorarse de que las tropas cubanas se replegaban del país africano en plena Guerra Fría. Era la misión de Naciones Unidas Unavem, que duró de enero de 1989 a octubre de 1991 (luego se alargó hasta 1995) con 70 militares de 10 países, entre ellos los españoles.

A Angola, casi con lo puesto

Rodríguez es una ametralladora de anécdotas. Y es que los siete observadores del Ejército de Tierra tenían que buscarse la vida en un país asolado por la guerra -la más cruenta hasta ese momento desde la II Guerra Mundial, dice-, empobrecido y con un apartheid en funcionamiento, ya que Angola dependía de Sudáfrica.

Su misión era comprobar que los 50.000 cubanos desplegados se iban del país. “Íbamos con mucha ilusión, dispuestos a comernos el mundo, con la bandera enrollada en nuestra espalda, dispuestos a demostrar lo que éramos. Pero no sabíamos lo que nos esperaba”.

En tiempo récord se preparó para el viaje, seleccionó a su segundo, que apareció en Madrid “casi con lo puesto”, y los tres que iban de avanzadilla se plantaron en el aeropuerto. Empezaron mal. Había huelga de controladores, el avión no despegaba y toda España estaba pendiente de sus primeros soldados en misiones.

“Dije que cómo era posible que a la primera misión que iban los españoles, iban a llegar tarde, ¡que dirían que estábamos durmiendo la siesta!”, recuerda Rodríguez. Y como le daban “todo lo que pedía”, bromea, acabaron viajando en “un avioncito del Ejército del Aire para autoridades”.

Llegaron a tiempo, pero nadie les libró de las viñetas de los periódicos, con dibujos de Rodríguez pinchando el avión con una navaja multiusos, todo el “sofisticado armamento” que, según el mismo había contado a los periodistas, llevaban a una misión de paz.

Esa ida “traumática” no mejoró al aterrizar. “La llegada fue impactante: hacía un calor tremendo, el aeropuerto era un desastre, tercermundista. Llegamos de noche y había tiros por el aire por encima de los aviones”. Luego descubrieron que eran balas trazadoras no letales, pero la sorpresa quedó: “Nos miramos entre nosotros: en menudo sitio nos hemos metido, la que nos espera”.

Un pesquero de cabina telefónica

La cosa mejoró y se alojaron en unos chalés que habían servido de casa a trabajadores del petróleo -“¡tenían aire acondicionado!”-, pero la mayor parte del tiempo lo pasaban fuera de ahí, en zonas mucho menos amables donde era casi imposible comunicarse con España.

Pero se las arreglaban. Aprovechaban viajes a Lobito, en la costa, para recurrir a la flota pesquera española. Eran barcos enormes y sus capitanes se apiadaban de los militares. “Algún pescador del lugar nos llevaba con su barca a remo a un barco español de esos frigoríficos, que recogía el pescado que traían otros barcos de pesca y lo congelaba”.

A bordo, usaban la radio HF, a gritos para que transmitiera bien. “Nos la ponían y hablábamos por ahí:

- Oye Mari, ¿qué tal? ¿las niñas qué tal?

- Bien, bien.

- ¿Y la mayor qué tal? ¿Cómo está?

- Bien, ¡corto!

Y todo el mundo enterándose, porque todo el mundo estaba escuchando tu vida”. Eso sí, recuerda Rodríguez, de allí nunca se iban sin “30 o 40 kilos de buen pescado en el coche; era la parte buena del asunto”.

¿Lo más difícil de ese año en Angola? Aparte de las dos malarias que pasó, no ver a la familia del otro lado del hilo HF. Para visitarla había que hacer viajes “terroríficos” en helicópteros y aviones rusos primero, y cuatro escalas luego por Europa. “Eso era lo más duro. Mis niñas eran mayores, pero eso era duro”.

Aún así, reconoce que fueron “señalados por la fortuna” y que en sus compañeros “no había más que envidia” porque “entonces el Ejército estaba loco por salir fuera y hacer cosas”.

Y una vez fuera, dice, los españoles eran capaces de “ver más allá de la misión, ver la humanidad y la tristeza de las cosas” y ayudar a una familia que ha perdido a uno de los suyos -“nos miramos, echamos mano a la cartera, juntamos dinero y se lo dimos”-, trasladar a un niño enfermo 200 kilómetros a un hospital o donar sangre a quien lo necesitaba.

Aviones españoles en Namibia

Pedro Bernal tenía 45 años cuando se fue, también en 1989, a Namibia, vecino de Angola y parte del mismo conflicto de bloques. Su misión, supervisar el proceso de independencia del país hacia unas elecciones libres.

Fue una misión de más empaque, ya que se desplegó un contingente del Ejército del Aire con 8 aviones y 80 personas que garantizaban el transporte de todo lo que requiriera la misión de la ONU, la Untag, compuesta en el año que duró por 6.000 militares y policías de 50 países.

“Todo transcurrió muy rápido”, dice Bernal a Efe para recordar los meses en los que la estuvieron planificando. Sobre la marcha se dieron cuenta de lo que había que llevar, incluido un médico, un jurista y hasta un sacerdote, que bautizó allí, bromea, a más gente que en todos sus años anteriores en España.

“Era la primera vez que un contingente tan grande iba para allá e íbamos resolviendo como podíamos”. Eso sí, se fue “encantado de la vida” porque todo militar quiere “ser útil” y no limitarse a una rutina de maniobras.

Nunca antes unos aviones españoles se habían pintado con los colores de la ONU, recuerda el teniente general mientras enseña unas cuantas fotos en un color algo desvaído. También hubo que ponerles radio de alta frecuencia y un navegador que se guiaba por antenas en el suelo y fallaba cuando había tormenta.

Negociaciones con paella

Al llegar, se encontraron con un país más grande que España, pero “vacío”. Solo un millón y medio de personas y una capital de 80.000 que daba “sensación de desolación”.

Lo más peligroso, explica Bernal, era viajar al norte, a la frontera con Angola. O se volaba alto y se bajaba en el último momento haciendo círculos para evitar los misiles, o se volaba bajo como los españoles, que se llevaron alguna que otra rama de árbol.

Y llegó un momento, cuando se marcharon los sudafricanos, que se quedaron “entre el cielo y la tierra” en un país eminentemente desértico. Tuvieron que hacerse cargo de una pista de aterrizaje con balizas improvisadas y quedarse en una “casetilla pequeñaja de por allí”, relata Bernal.

Todo con la dificultad añadida de que muchos no sabían inglés: “Me asombraba cómo había gente que tenía amigos en la ciudad y estoy por descubrir qué idioma hablaba”. Aunque idearon métodos propios. “Las gestiones las resolvíamos con paella y vino tinto” hasta el punto de que los españoles llegaron a preparar arroz para un centenar de personas.

De la misión, Bernal se queda con lo mucho aprendido. “Nosotros habíamos oído hablar de conflictos, de desastres y teníamos en teoría una idea muy clara, pero cuando lo vives es cuando te das cuenta lo frágil que es la paz, lo difícil que es la convivencia”.

Una sensibilidad especial que, para él, solo tienen los militares de las misiones o los civiles que van con ONGs. “Esta misión de Namibia se estuvo preparando durante 10 años e incluso cuando alcanzaron la paz tuvieron que aprender a vivir en paz. Hay que aprender a vivir en paz”.

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