Por
  • J. L. Rodríguez García

Barrios

La zona de Fosal de Moros en el barrio del barrio Perpetuo Socorro / Foto de Javier Blasco / 2-6-06 blasco5852.JPG
Nuestros barrios cambian y ya no nos reconocemos en ellos.
Javier Blasco / HERALDO

No es del todo cierto que seamos de la ciudad en que hemos nacido. Diría más bien que somos del barrio en el que pasamos la mayor parte de nuestra vida, esa red de callejuelas flanqueadas por tahonas de aroma inolvidable, por edificios con olor a lejía, por ciudadanos a los que vamos poniendo nombre, por tabernas que bostezan olor a manzanilla y anís. Sí, el ciudadano es de Manhattan, del Quartier Latin o de Lavapiés. Todo esto que cuento advierte de la cruel insolencia del tiempo: porque, de pronto, descubrimos que la tienda donde comprábamos los cromos de fútbol se ha transformado en un local de baratijas chinas donde brilla la bisutería, nos cruzamos con el otrora apuesto ciudadano que camina ahora encogido y triste. Y aquel vecino que combatía por coger el periódico de la barra del bar se dedica ahora, pasando los minutos, a leer con seriedad las esquelas, buscando, quién sabe, el nombre de una novia de la infancia. La vieja librería no existe.

Pero nosotros hemos acompañado los cambios de la fisonomía de nuestro barrio. Ya caminamos con lentitud y nos aburren los nuevos escaparates, ya hemos perdido la cuenta de las antenas de televisión con las que juegan las palomas. Ni siquiera nos hemos dado cuenta de que han talado el árbol en cuya corteza escribimos hace muchos años nuestro nombre encerrado en un corazón de mentiras. El mendigo de la esquina, fiel a su horario, desapareció hace meses. Ahora, alguien, muy cerca, entona ‘Les vieux’ de Brel.

J. L. Rodríguez García es catedrático de Filosofía (Unizar)

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