Por
  • Víctor Juan

Silencio

siesta
'La siesta', del escultor turolense Enrique Galcerá.
Aránzazu Navarro

En aquellos días de mi infancia en Caspe, las palabras ocupaban el centro de nuestra existencia. Teníamos pocas cosas, pero teníamos la palabra. Y el silencio. Con el paso del tiempo he entendido que las palabras necesitan silencio para germinar como si el silencio las fecundara. Hoy, que vivimos sumidos en un gran estruendo, tenemos que reivindicar el derecho al silencio publicitario, ideológico, al silencio de la crispación, de la mentira y del insulto. Solo el silencio nos permite "distinguir las voces de los ecos", tal y como procuraba hacer Antonio Machado.

Cuando yo era niño, el silencio más rotundo era el de la siesta. La vida se detenía y todos respetábamos -por la cuenta que nos traía- aquella tregua. Romper el silencio era un sacrilegio, un crimen de lesa humanidad contra un pueblo que se reinventaba en las horas de más intenso calor. Para algunos la siesta era, en realidad, su razón para vivir. Quienes no dormíamos nos susurrábamos secretos al oído y vivíamos a cámara lenta, poniendo sumo cuidado en no tropezar con nada. Leíamos, poníamos nombre a las cambiantes formas de las nubes o estudiábamos el comportamiento de las arañas cuando llamábamos a las puertas de su casa con una mosca recién cazada, una hormiga o la punta de un palo.

Si me pidieran un consejo, les diría que durmieran la siesta cada vez que pudieran, pero sobre todo les recomendaría que buscaran el silencio. Lo necesitamos. Nos esperan días de mucho ruido. En algún momento será difícil de soportar.

Víctor Juan es director del Museo Pedagógico de Aragón

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