Teléfonos rotos

El teléfono móvil muchas veces sirve más para aislarse que para comunicarse.

En el juego del teléfono roto el mensaje final nunca coincidía con el emitido inicialmente.
En el juego del teléfono roto el mensaje final nunca coincidía con el emitido inicialmente.

El primero murmuraba con rapidez una palabra, cualquiera que se le ocurriese, al oído del segundo. Este repetía la acción con el tercero, y así sucesivamente hasta llegar al último integrante de la cadena, que comunicaba a todos en voz alta lo que él había entendido. Casi nunca este mensaje final coincidía con el que había partido del primer emisor. Al juego le llamábamos teléfono roto y, en nuestra inocencia infantil, nos resultaba tremendamente divertido. Adolescente y jóvenes, y sus teléfonos como apéndices cibernéticos, son hoy parte real de una conexión, de la línea telefónica que en mi infancia simulábamos colocando nuestros cuerpos en fila. Les observo mucho. Sentados en los parterres, o en las terrazas de los bares, o en el transporte público, comunicándose entrecortadamente a través de los contenidos que muestran sus pantallas. Muchas veces se limitan a señalar en su móvil al interlocutor aquello que constituye el mensaje que quieren transmitir: mira, dicen. O, es esto, dicen. O, espera, que estoy en el whatsapp, dicen, sin hacer partícipe a quien tienen al lado de esa otra conversación abierta en paralelo. Teléfonos rotos. No soy sospechosa de estar contra la tecnología, ni de temer los cambios que nos depare su evolución. Todo lo contrario. Pero, hace un tiempo vi cómo un ciego que caminaba por la acera de Conde de Aranda, en Zaragoza, esquivaba a un treintañero que, sin apartar su mirada de la pantalla, a punto estuvo de toparse con él. Ni invento, ni exagero.