Érase una vez

Érase una vez una ciudad en la que sus vecinos vivían en paz. No tenían demasiados bienes, pero tampoco les faltaban cosas importantes. Su mayor problema era que todos los veranos el nivel del río bajaba mucho y el agua escaseaba. Había semanas que no podían regar la huerta, por lo que estas siempre fueron pequeñas para evitar que la sequía acabara con la cosecha. De vez en cuando se reunían todos para pensar qué podrían hacer para mejorar. En una de estas ocasiones, un vecino dijo que podían hacer una represa en el río y así podrían almacenar agua que les permitiera regar campos más grandes en verano. Entusiasmados todos con la idea, decidieron empezar inmediatamente.

Tras pensar la obra comenzaron a trabajar. Como la ciudad no era muy grande, los vecinos que podían estar en ella eran pocos, lo que suponía que el trabajo que tenía que hacer cada uno era mucho. Además, a la vista de cómo avanzaba la construcción, pronto se dieron cuenta de que les iba a costar mucho tiempo terminar. Volvieron a reunirse para intentar encontrar una solución. La propuesta aprobada fue que unos se dedicaran a las obras a tiempo completo, y que otros les proporcionarían lo necesario para su sustento. Al cabo de pocas semanas se percataron de que el trabajo avanzaba igual de lento. Volvieron a reunirse una vez más.

Esta vez alguien propuso que lo mejor era llamar a gente de otras ciudades vecinas para alquilar sus servicios. Formaron una comisión que fue a las localidades circundantes a contratar trabajadores. Cuando escuchaban lo que esas personas pedían por dejar sus empleos en sus pueblos y trasladarse a su ciudad, se dieron cuenta de que no tenían recursos suficientes. No encontraron a nadie que lo dejara casi todo por casi nada. Volvieron a convocar otra asamblea.

La idea de la presa era buena. Les permitiría no solo ampliar sus campos actuales, sino que también podrían roturar nuevas tierras donde se podrían asentar los futuros hijos y permitir crecer más a la ciudad. Un vecino propuso que, en vez de contratar gente para una temporada, debían permitir que nuevas personas llegaran a la ciudad, pero con intención de quedarse a vivir en ella. Ayudarían a construir la presa y la mayor recompensa sería tener un nuevo hogar donde desarrollar su vida. Pero esta propuesta fue rápidamente rebatida por algunos. ¿Qué era eso de permitir que gentes de fuera vinieran a perturbar la paz de la ciudad? Durante muchos años habían vivido sin ellos y ahora nos les hacían ninguna falta. Cuando alguien dijo que la ciudad apenas crecía, pues los recursos no faltaban pero no sobraban en absoluto, los contrarios argumentaban que, en ese caso, cuando vinieran los de fuera, sí que iba a haber escasez. Si no había mucho para los que eran, menos habría si fueran más todavía. Algunos de los más jóvenes apoyaron la propuesta diciendo que, si no se podía crecer, ellos no tendrían ningún aliciente en formar nuevas familias, pues apenas podrían ofrecer algo a sus hijos. Al final del debate se votó y, aunque por escaso margen, se decidió que no era conveniente permitir que gente de fuera se instalara en la ciudad. Que era mejor estar como estaban que pretender algo nuevo lleno de incertidumbres.

Siguieron intentando construir la represa con sus propios medios, pero cada vez más vecinos la abandonaban, ya que no podían atender sus tareas propias y la construcción al mismo tiempo. En pocos meses, todo quedó abandonado y a medio hacer.

El siguiente verano, la escasez de agua volvió. Los campos productivos seguían siendo escasos y limitados para que la ciudad creciera. Los pueblos vecinos organizaron ferias donde vendían los productos excedentarios, pero apenas había nadie de la ciudad. Aquí apenas sobraba nada. En pocos meses algunas parejas jóvenes comenzaron a abandonar la ciudad y a trasladarse a otras comunidades. Cuando les preguntaban por qué se iban, la respuesta siempre era la misma: solo con nuestros recursos apenas podremos dar algo a los hijos que queremos tener. En otros lugares encontramos posibilidades que aquí se niegan. Y cogían sus enseres y se marchaban.

En pocos años la ciudad fue envejeciendo y la que había sido una ciudad próspera acabó convirtiéndose en una localidad de cada vez menor importancia. Acabaron sobreviviendo vendiendo las casas que quedaban abandonadas a los más adinerados de los pueblos vecinos y siendo contratados por ellos para trabajar en las que una vez fueron sus propias tierras.

Ana Isabel Elduque es catedrática de la Universidad de Zaragoza