Por
  • Chaime Marcuello Servós

Mal de pantallas

Mal de pantallas
Mal de pantallas
I+G

En estos tiempos de sobreprotección de niños y niñas, cada vez dejamos menos espacio para que comentan errores. Estamos demasiado pendientes de todo y de nada a la vez. Hemos perdido la sabiduría que tuvieron nuestros mayores con nosotros cuando nos dejaban correr y campar explorando el pequeño mundo donde se vive la infancia. Estamos en un tiempo social distinto, con unas condiciones materiales muy diferentes. Quizá sea esta la excusa perfecta. En la práctica, los retos son tan viejos como la humanidad. Aunque hoy tenemos mejores indicadores de salud infantil, de calidad de vida, de nutrición, de educación, de alfabetización, de casi todo… nos fallan el estrés, la confianza y la propia vitalidad.

Posiblemente tenga que ver con la digitalización, la multiplicación de pantallas y el individualismo de la sociedad de consumo. La televisión es la hermana mayor de un sinfín de artilugios que están provocando unas formas de relación social diferentes. Cada vez son más los chavales que se encierran en su habitación. Unos a lidiar con distintos videojuegos, adquiriendo hábitos sedentarios que los alejan de la calle y de los parques. Otros a mantener incontables conversaciones, que no lo son, escribiéndose mensajes de chat, Whatsapp, Facebook, Twitter… o con cualquier otra ‘app’ en la que se sumergen sin que nadie les proteja. Abandonados. Mientras que cuando salen a la calle, se encuentran controlados por unos padres que, las más de las veces, hiperprotegen porque temen infinitamente que su tesoro pueda sufrir y romperse. Se impide experimentar, generando diversas patologías, que se complican más cuanto más se cae en el consumo desaforado. Hasta llegar al abismo de la adolescencia que, para muchos, es un salto al vacío: a la botella y el botellón. Ahí el árbol ya ha crecido y es mucho más difícil cambiar.

Antes de que naciese nuestro primer hijo, una buena amiga nos recordó su experiencia. Decía que, para ella, el nacimiento de su hija supuso un cambio total. Dejó de ser la que era para sentir que una gran bola de presidiario se había adherido a su tobillo. Sintió que era para siempre, que ya no tenía la libertad por la que tanto había luchado en su juventud. Sin embargo, no lo decía con rencor ni acritud. Solo era una constatación del cambio de nivel. Era pasar a una etapa diferente, a un mundo de responsabilidades permanentes que vivía como algo ineludible. En esa misma época, otro buen amigo nos decía que su hijo, único, había llegado como una sorpresa en su vida. Sostenía que no hay que buscar el manual de instrucciones ni la guía de padres perfectos. Cuando viene un hijo aprendes con él y ya está, sin saber cómo; solo tenía que dejarse llevar. En ambos casos, la dosis de entrega era mayor que la media. Entrega en un sentido sano, ese que respeta los límites de la libertad de hijos e hijas, pero que está activamente atento a lo necesario; nada sencillo, ni simple.

Después, con el tiempo, estos amigos pensaban emanciparse de sus hijos, pero la vida les ha subido en el escalafón. Ahora ejercen de yayos, de nuevo entregados, esta vez a sus respectivos nietos. A su estilo. Pese a las complicaciones, disfrutan; porque de alguna manera les encanta esa manera de entender la vida, donde la renuncia no es una carga. Tienen un don, algo que va con el carácter personal, pero que también alimenta la ‘tribu’, el tejido social del que se forma parte. Quizá fueron padres en tiempos de menos cachivaches tecnológicos y eso ayudase. Y ahora sean abuelos en una época apresurada.

Desde finales de los ochenta, después de la ‘Gameboy’ la sociedad se ha digitalizado de manera acelerada. Aunque ya estuvieran dentro de la sociedad digital, todavía no se había extendido el ‘mal de pantallas’ como sucede en la actualidad, ni las formas de consumo eran como son; como tampoco el sistema educativo era como es. Si socialmente no despertamos, revisando cómo están creciendo los más pequeños, el tipo de interacción que potenciamos, los ritmos sociales que provocamos en nuestra vida cotidiana, es muy probable que las próximas décadas se vuelva contra nosotros mismos está forma de socialización que estamos alimentando.