Habría que intentarlo

La igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres es una exigencia ética, pero se deriva también de razones pragmáticas. El principal foco de la discriminación radica hoy en la relación entre las obligaciones familiares y laborales. Ahí hay que actuar.

Desigualdad de género.
Desigualdad de género.

A veces se producen acontecimientos en nuestras vidas que acentúan nuestra sensibilidad sobre ciertos temas que, injustificadamente, no se hallaban entre nuestras principales preocupaciones sociales. Nuestra capacidad de atención y de acción es limitada y, en ocasiones, puede estar desenfocada.

Hace unos pocos años pasé a formar parte de ese grupo nada extraordinario de personas que, de golpe, comienzan a comprender todo lo que Serrat describía con su habitual delicadeza y brillantez en ‘Esos locos bajitos’. En mi caso, más bien bajitas. Y este dato, desafortunadamente, sigue siendo todavía relevante.

Cuando pienso en su futuro, no solo me desvelan los rasgos y capacidades personales que puedan desarrollar en los próximos años, sino también los obstáculos adicionales que, por el hecho de pertenecer al género al que pertenecen, vean levantados frente a ellas como muros infranqueables en sus vidas. Nuestro legado, que –desgraciadamente para las próximas generaciones de ciudadanos– no puede ser ‘a beneficio de inventario’, incluye glaciares que desaparecen, deudas públicas desorbitadas, pensiones difícilmente sostenibles. En este egocéntrico mundo de la política moderna, la del espectáculo, la del tuit, parece resultar imposible olvidarse de las más ridículas anécdotas y centrarse en la resolución de los problemas que, como la igualdad de oportunidades, nos afectan verdaderamente como colectividad.

Mucho ha cambiado en las últimas décadas, seamos justos. Pero mucho más tiene que hacerlo en las próximas. Dice Sabina en una de sus canciones que "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió". Una España cada vez más concienciada nos ofrece un marco adecuado para evitar que las próximas generaciones de mujeres se encuentren con los mismos obstáculos que quienes las precedieron.

Existe una evidente razón moral para trabajar por que mujeres y hombres tengan las mismas oportunidades. Pero –por si alguien no entendiera ese lenguaje– también existe una razón pragmática y material. ¿Qué tipo de estulta sociedad es capaz de limitar su acceso a las mentes y al empuje de más de la mitad de su población? ¿Qué empresa puede ser tan necia como para desincentivar que las ideas, los sueños y los proyectos de miles de sus empleadas surjan y la enriquezcan con la misma fuerza que los de sus empleados? No hace falta responder.

La solución no parece que radique, sin embargo, en la adopción única de medidas de discriminación positiva que en muchas ocasiones contribuyen a maquillar una situación en lugar de arreglarla. Por muy positiva que sea, detrás de una discriminación siempre hay un individuo damnificado, con cara, ojos y expectativas frustradas, que, en adelante, percibirá negativamente las políticas de igualdad que tantos aliados necesitan.

Todavía hoy existen comportamientos inadmisibles en muchas empresas, pero el origen de la desigualdad de género en la actualidad se encuentra en las familias, en cómo nos organizamos, en los papeles que todavía nos seguimos repartiendo. Sobre todo, en un momento concreto. La brecha salarial entre hombres y mujeres, prácticamente inexistente al comienzo de la vida profesional, se dispara con la maternidad o la paternidad, según se mire. En un entorno laboral consagrado a la disponibilidad presencial, la decisión libre de dedicar más tiempo al cuidado o a la educación de los niños es a menudo penalizada desde el punto de vista laboral con independencia del talento de sus protagonistas. Y normalmente, las familias optan de manera libre –o convencional– por que sean las mujeres quienes se encarguen de esa tarea y asuman los correspondientes sacrificios.

Las soluciones a los problemas se descubren muchas veces alejándonos de ellos. Para combatir con eficacia estos inconvenientes es vital que las empresas apuesten por la conciliación. Y creo que no existe mejor política en ese sentido que fomentar un cambio cultural que facilite el establecimiento de horarios de trabajo racionales que beneficien por igual a hombres y mujeres y que, por tanto, no perjudiquen comparativamente a quienes, de no existir, han de abandonar antes sus centros de trabajo para pasar más tiempo con sus hijos. Los medios digitales ofrecen, cada vez más, una ayuda adicional que permita atender cuestiones profesionales de manera más flexible y sin necesidad de hallarse presencialmente, de manera innecesaria, en el puesto de trabajo. No debe de ser tan difícil cuando el resto de los países europeos lo aplican sin que exista, o al revés, merma de su productividad.  Habría que intentarlo.