Cena en familia y brindis con amigos ya son compatibles

Hace unas décadas, ni un solo bar levantaba la persiana en Nochebuena. Solo abrían las iglesias para celebrar la tradicional misa del gallo.

Compartir y celebrar. Pese al salto generacional, Rosa Monge y José Ramón Valdizán comparten el valor de la reunión para olvidar penas y comunicarnos.
Compartir y celebrar. Pese al salto generacional, Rosa Monge y José Ramón Valdizán comparten el valor de la reunión para olvidar penas y comunicarnos.
Oliver Duch

Aún se ve, arrodillado en la iglesia de los Escolapios de San Antón, en la madrileña calle de Hortaleza, donde estudió, "con el famoso cuadro de Goya ‘La última comunión de San José de Calasanz’, tan grande, arriba, a mi derecha". Ir a la misa del gallo en la medianoche del 24 de diciembre era lo normal cuando José Ramón Valdizán era niño.

Ahora no va porque es agnóstico, pero la autoridad paterna le llevó de crío a la misa del gallo. "Mi padre era de rosario en el bolsillo y estaba por encima de todos. Yo entonces lo aceptaba como un ritual, sin ninguna crítica". A pesar de la hora y de su corta edad, este médico neurólogo, experto en sueño, no se amodorraba. "Era como un espectáculo, algo mágico: romper la rutina, salir por la noche, aunque pasáramos frío en la media hora de camino andando hasta lo que ahora es la iglesia del padre Ángel". Iban familias enteras, muchos niños, amigos de clase, "pero no había sitio para la diversión, había que estar formal". Tampoco se le hacía larga porque "generaba expectación aquella misa, que era algo diferente y muy importante. Mi padre incluso valoraba cómo había estado la homilía cada año".

Con más de cuarenta años de diferencia entre ellos, Rosa Monge, cofundadora de la empresa biotecnológica Beonchip, nunca ha vivido en su casa la costumbre de acudir a la misa del gallo, aunque "sí a la de Navidad". Desde su punto de vista, "se ha perdido un poco el sentimiento tradicional unido a lo religioso. En la actualidad, la sociedad tiende más al consumismo que al sentir religioso".

Del pueblo a la ciudad

Desde el Arzobispado de Zaragoza, reconocen que la asistencia a esta ‘misa de medianoche’ –su nombre real– sufrió su momento más bajo a finales de los años noventa. El gran cambio social, constatan, se produjo en los cincuenta-sesenta, con el éxodo rural a las ciudades. Hasta entonces, había curas y población en todos los pueblos y "la Navidad giraba en torno a la misa del gallo; ahora es un apéndice".

Desde el jubileo del año 2000, esta celebración se está revitalizando. El 90% de las parroquias de la capital aragonesa ofician esta misa, que sigue recibiendo a un público familiar. En las localidades grandes se celebra a las doce de la noche, como mandan los cánones, pero los sacerdotes deben itinerar por las parroquias rurales y se escalonan las horas. En un ambiente festivo, "las iglesias se llenan". Se vuelve a entonar el ‘Gloria’ tras las cuatro semanas de Adviento y, al son de las campanas, hace su entrada el Niño Jesús, al que todos pasan a adorar al final, cantando villancicos.

Los tiempos cambian, y algunas parroquias aragonesas han incorporado la tradición, traída por los migrantes procedentes de Hispanoamérica, de llevar el nacimiento para que lo bendigan en la misa del gallo. Mientras, en la parroquia de San Valero, los católicos chinos leen lecturas en su lengua.

Era muy frecuente en el pasado esperar a haber concluido la misa del gallo para probar el primer turrón. En la actualidad, muchos llevan ya un mes comiendo dulces navideños cuando llega el 24 y las calles ya no están tan solitarias como hace unas décadas, cuando ni un solo bar abría sus puertas en esa noche tan señalada y familiar. Salir de copas con los amigos tras la cena de Nochebuena ya no es un tabú. En Zaragoza, los establecimientos están autorizados a cerrar hasta dos horas más tarde de su horario habitual.

Aunque Rosa es asidua de los cotillones de Nochevieja, nunca ha salido en Nochebuena, pero conoce a amigos y familiares que lo hacen. "Nosotros somos una familia muy pequeña, yo soy la mayor, pero entiendo que si se juntan muchos primos, por ejemplo, la gente salga a divertirse". Algo que, añade, "es muy común en los pueblos, ir a otras casas y al bar".

Buscando los porqués de estos cambios, Rosa cree que "a lo mejor se ha perdido un poco la familiaridad, quedarse en casa en torno a un juego de mesa, y por eso se sale más". También influye "el hecho de que vivamos más desperdigados. La gente que vive fuera vuelve a su ciudad para pasar estos días y quiere reunirse también con los amigos". Tomar esa copa después de cenar con la familia en casa puede ser la fórmula de llegar a todo. Y, "en algún caso, también una vía de escape...".

Para José Ramón, la época dorada de salir en Navidad y Nochevieja llegó con la democracia. "El país resurge económicamente, repunta el consumo y es el tiempo de cotillones". También "desaparece el autocontrol generacional: ‘No hagas esto’, ‘no alborotes’. Hay un mayor sentido de libertad".

Va cambiando hasta la forma de brindar: "En los setenta y ochenta, se bebía sidra El Gaitero. De copas: anís y coñac. No había mucho más. De la sidra pasamos al cava catalán y al champán francés cuando éramos nuevos ricos, un pelaje que aún no hemos perdido. Y aparecieron bebidas nuevas, como los gintonics".

Rosa constata que, en España, "tenemos tradición de beber a la vez que comemos", por lo que, en estos días de comidas copiosas con amigos y familiares, que se alargan con sobremesas eternas, a veces se acaba bebiendo más de la cuenta.

Y José Ramón rescata de la memoria algo que "hoy sería inaudito: a los niños nos dejaban beber. En verano, cerveza con gaseosa en porrón; y si estabas acatarrado, tu madre te preparaba Quina San Clemente con huevo. Era una situación normalizada. Y la verdad es que ninguno hemos acabado alcoholizado".

El mayor cambio que Rosa aprecia en sus Navidades es en la manera de felicitarlas. "Del teléfono, las postales o las visitas hemos pasado a tirar de whatsapp que, por otro lado, hace que felicites a más gente porque es más cómodo". De niña, en su casa tenían mucha tradición de mandar tarjetas de Navidad. "Las escribía yo. Recuerdo sentarme con mi madre en la mesa para escribir los ‘christmas’ de toda la familia. Hasta hace muy poco he seguido mandando".

En el Madrid de su infancia, José Ramón y otros críos de Chamberí, en Nochebuena, "subíamos y bajábamos por las escaleras, íbamos de casa en casa porque todas estaban abiertas. Era todo relación. Había mucha convivencia en un vecindario donde vivían gentes de los dos bandos". Por el contrario, "ahora la gente hace pequeños grupos para salir o se encierra en casa". En su caso, ha pasado "de recorrer todos los pisos a cenar solo, pero lo acepto bien". En Nochevieja sí que se reúne con amigos divorciados. "La de mi infancia era una sociedad más sociable, más participativa. Había menos consumo y bienestar, pero más alegría. La diferencia es abismal. La televisión la sustituíamos por cantar". Su madre, que era aragonesa, cantaba jotas con la voz aguda de la Ribera. "Le pedíamos la de ‘Le di un besico al Jalón’ y pasaban los vecinos a escucharla". Después, las mujeres charlaban, los chavales iban de casa en casa y los padres jugaban al mus.

La ilusión que no deja dormir

La ilusión que no deja dormir

Aunque un poco velada por la parte inferior, esta fotografía es el primer recuerdo que Rosa Monge conserva de la Navidad. "Tenía 4 años, que es cuando empiezas realmente a ser consciente de los Reyes Magos". Se acuerda "perfectamente" de esos regalos. "Todavía tengo guardada la cocinita en el altillo del pueblo". Tras dejar junto a los zapatos "los cuadernos del cole para que los vieran los Reyes", la ilusión no le dejaba quedarse dormida. "Me dejaban los ‘reyes’ en la galería, en la otra punta de la casa, y no oía ni un ruido".

Con la infancia en la cartera

Con la infancia en la cartera

La infancia de José Ramón Valdizán va con él, dentro de su cartera. En dos fotos donde aparece –como de año y medio de edad en la primera y con 12 años en la segunda– junto a su madre y su hermana pequeña. Una de estas imágenes les retrata vestidos para el frío de Madrid, al lado de una tapia en la céntrica calle de Cea Bermúdez. "Soy asmático y mi madre siempre se cuidaba mucho de que fuera abrigado. Me tapaba como un buzo, hasta me ponía boina y me abrigaba la garganta. Estaba yo muy contento con mi boina".

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