¿Es realmente necesario castigar a los hijos?

Si recurrimos únicamente al castigo, tan solo estamos evitando un problema, ya que solo sancionamos una conducta no deseada sin enseñarles, a cambio, otra apropiada.

Los padres solemos prestar más atención a los comportamientos negativos de los hijos que a las buenas conductas.
Los padres solemos prestar más atención a los comportamientos negativos de los hijos que a las buenas conductas.
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Por norma general, los padres solemos recurrir al castigo como un modo de escarmiento ante un mal comportamiento de los hijos. Nos complace pensar que, cuando hacen algo malo, algo que no está bien, deben sufrir las consecuencias de lo que han hecho y recibir un castigo proporcionado al acto realizado. Sin embargo, “Al pensar así -explica Clara Aladrén Bueno, psicóloga educativa y miembro del grupo Imaginaula- olvidamos el objetivo principal del castigo, que no es otro que educar y enseñar a nuestros hijos a portarse adecuadamente”. “Con el castigo -continúa Clara- no se aprende, solo evitamos un problema, ya que únicamente sancionamos una conducta no deseada sin enseñarles otra apropiada”. Según Aladrén, “la mayoría de padres prestamos más atención a los comportamientos negativos de nuestros hijos que a las buenas conductas. Tendemos a eliminar comportamientos no deseados en lugar de reforzar los deseados y esto hace que utilicemos el castigo casi como la única herramienta disponible para educar”. Por el contrario, y siguiendo las explicaciones de la psicóloga, cuando los padres centramos la atención en lo que los niños hacen bien premiándolos o elogiándolos por ello, está demostrado que el comportamiento positivo aumenta, sustituyendo así al negativo. “Si centramos la atención en la mala conducta y tratamos de eliminarla exclusivamente mediante el castigo, el niño no aprenderá cuál es el comportamiento adecuado para dicha acción”, argumenta Aladrén. Así, pues, “debemos utilizar el castigo de manera conjunta con refuerzos positivos, así potenciaremos los comportamientos positivos que realiza el niño”. En conclusión, “motivar y reforzar la conducta que deseamos que se repita es mucho más efectivo que castigar o sancionar la conducta inadecuada”, comenta Clara Aladrén. Y para ello debemos tener en cuenta una serie de pautas que explica la psicóloga: Elegir un castigo que reduzca la conducta no deseada y combinarlo con el refuerzo positivo. El castigo solo es eficaz si este hace que disminuya la probabilidad de que una conducta se repita. Para animar al niño a actuar de forma deseada se deben definir, enseñar y recompensar las conductas positivas que queremos que se repitan, para que así pasen a formar parte de repertorio conductual. El castigo debe estar equilibrado con caricias y besos. Muchas caricias y pocos castigos. Usar el castigo con moderación. El castigo tiene que ser algo excepcional. No se puede estar castigando al niño cada cinco minutos. Si lo castigamos demasiado a menudo, el niño se acostumbra y el castigo dejará de ser eficaz. No retrasarlo. El castigo debe aplicarse inmediatamente después de que el niño emita el comportamiento no deseado. Todo castigo pierde su eficacia si se retrasa, ya que el niño puede no relacionarlo con la mala conducta que lo causó. Explicar siempre las consecuencias. Informar al niño de cuáles son las reglas y las consecuencias que tendrá si no las respeta es fundamental. El niño debe saber, en todo momento, qué conductas no son adecuadas y lo que va a ocurrir si continúa realizándolas. Ser firmes. El castigo eficaz no solo debe ser inmediato, sino también predecible por el niño; es decir: que lo vea venir. Debe aplicarse siempre y en cada ocasión que se produzca la mala conducta. Y, por supuesto, no debemos amenazar al niño con un castigo que nunca vamos a cumplir porque entonces estaremos siendo incoherentes. Nunca hay que levantar el castigo; si este impone, se tiene que cumplir, por eso conviene ser realistas. Ser coherentes. La sanción debe ser acorde con lo que ha hecho el niño. Es importante estar tranquilos, calmados, sin ponernos ni histéricos ni nerviosos. Si tras el castigo nos invade un sentimiento de culpabilidad, seguramente, eso significa que no lo hemos pensado bien antes de aplicar dicho castigo. Por tanto, debemos tener paciencia, especialmente cuando estamos cansados, enfadados o agotados, para no tener que arrepentirnos después. No existen dos niños iguales. El castigo que ha sido eficaz con el mayor de los hijos no tiene por qué servir para el pequeño. Los niños deben conocer las reglas, pero la aplicación de estas varía según las características individuales de cada niño. Y, por supuesto, no recurrir jamás al castigo corporal. El enfado de los padres, la retirada de atención o tardar en darles una respuesta son siempre más efectivos que el castigo físico, y no se produce la humillación que este supone para el niño.

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