Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Obsolescencia programada. ¿Comprar para tirar?

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Vertedero de coches
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JOSé MIGUEL MARCO

CON FECHA DE CADUCIDAD

La obsolescencia programada es el críptico nombre bajo el que se engloba una forma de crear productos con fecha de caducidad, de limitar su duración para que el usuario deba renovarlos. Así las empresas mantienen sus beneficios y, en principio, los trabajadores sus empleos. Ese es el tema de un documental estrenado hace unas pocas semanas y que tanto está dando que hablar. Su título es ‘Comprar, tirar, comprar’, y algunos de los productos que describe como ejemplos de obsolescencia programada son las bombillas, las impresoras o incluso los iPod.




La primera bombilla, la inventada por Edison hacia 1880, tenía una duración de 1.500 horas. A los pocos años se aumentó hasta las 2.500. En 1901 se fabricó un ejemplar que sigue funcionando y que es objeto de veneración en Livermore, en EE. UU. Pero después la progresión se invirtió: en 1924 varias compañías eléctricas crearon el cártel Phoebus, dictaminando que debían durar un máximo de 1.000 horas y multando a las empresas que no cumplían el mandato.


Las impresoras actuales, según el documental, están diseñadas para producir un determinado número de copias. Sobrepasado este umbral, un chip que llevan incorporado impide seguir trabajando con ellas. Y cualquier intento de ‘reparación’ sobrepasa con mucho el precio de una nueva. La razón aducida por los fabricantes es que así se garantiza el funcionamiento correcto de los cabezales. Pero quizá nos gustaría a nosotros decidir cuándo consideramos insuficiente la calidad y queremos cambiarla. El documental cuenta también que los primeros reproductores iPod incorporaban baterías de duración limitada e imposibles de reemplazar, por lo que al poco de comprarlos quedaban inservibles. Así se aseguraban o por lo menos incitaban a que los usuarios compraran los nuevos modelos.


UN MODO DE VIDA BASADO EN EL CONSUMO

El documental aborda dos problemas de la aplicación de la obsolescencia programada: uno es ético, el ejemplo extremo de un modo de vida basado en el consumo. Otro es de índole ecológica: el planeta es limitado, y su aplicación supone un aumento en el consumo de recursos y un acúmulo de desechos que se concentra en los países del Tercer Mundo. Aunque en un principio pretende ser ecuánime, el documental rápidamente toma partido en contra de su práctica. No es un problema, si se genera debate. Un debate que no existió tras su proyección en la 2, de TVE. Sin embargo hay voces sosteniendo posturas que modulan el mensaje. Uno de esos argumentos es que resulta difícil hacer extensivo el concepto a la economía en general, ya que las empresas también juegan con su imagen de marca, y una imagen de fiabilidad es una forma de aumentar las ventas. Otro es que es más importante la llamada ‘obsolescencia percibida’, la que imponemos como consumidores al desechar productos todavía válidos para comprar otros más novedosos, más a la moda –¿quién no ha comprado unos pantalones por capricho, quién no ha cambiado de móvil o televisor sin necesidad?–.

Pero si asumimos que nos movemos en un mundo de obsolescencia programada, ¿cuáles podrían ser las soluciones? Dos son las que destacan: una es el comunismo, un sistema donde el Gobierno, una vez obtenida una bombilla duradera, pongamos por caso, redistribuye a los trabajadores hacia otra fuente de producción o desarrollo más necesaria. De hecho, los productos más longevos solían fabricarse en Rusia o en la antigua Alemania del Este. Pero la experiencia hace que se antoje inviable. Otra opción es la teoría moderna del decrecimiento, que defiende una reducción de la producción económica y el consumo para buscar un nuevo equilibrio social y con el medio ambiente. Suena bien, pero cuando en el documental se le pregunta a Serge Latouche, catedrático de Economía y defensor de la teoría, qué hacer con el excedente de trabajo, su respuesta es: cultivar el conocimiento y la amistad. Y, desgraciadamente, suena casi tan atractivo como ingenuo.


Que vivimos en un sistema imperfecto, es evidente. Ya desde el momento en que nadie quiere que los trabajadores pierdan sus empleos, pero tampoco tener que tirar una impresora que todavía puede funcionar. Entonces, ¿qué?


UN PERIODO DE VIDA DEFINIDO PARA CADA PRODUCTO

El concepto de ‘obsolescencia programada o planificada’ nació en 1932, cuando el promotor inmobiliario Bernard London, en su libro ‘Ending the depression through planned obsolescence’ (‘Poner fin a la gran depresión mediante la obsolescencia programada’), propuso su aplicación como medida para superar el Crack del 29. Su propuesta consistía en definir un periodo de vida para cada producto, transcurrido el cual debería ser entregado a la Administración. En 1954, el diseñador industrial Clifford Brooks Stevens añadió un nuevo giro al concepto, al definirlo como «el deseo del consumidor de poseer una cosa un poco más nueva, un poco mejor y un poco antes de que sea necesario». Introduce así el papel crucial de la publicidad, dando lugar a un tipo particular de ‘obsolescencia programada’, llamada ‘obsolescencia percibida’, o la necesidad de estar permanentemente a la moda.


Las formas de aplicar estos conceptos son variadas: desde la introducción de chips en impresoras para predeterminar el número máximo de copias hasta la fabricación de productos con materiales de duración limitada. Pero también pueden implicar el uso de la publicidad o incluso la implantación de softwares incompatibles con programas antiguos, en el caso de los ordenadores.


LA TEORÍA DEL DECRECIMIENTO

El decrecimiento es una corriente de pensamiento que nace en los años setenta. Sus tesis defienden la necesidad de disminuir de forma controlada la producción económica para establecer un nuevo equilibrio, no solo con el medio ambiente, sino también entre las personas. Para sus defensores, la sociedad capitalista se basa únicamente en ‘crecer por crecer’, ignorando el agotamiento de los recursos naturales y sin, ni tan siquiera, haber mejorado la felicidad de los consumidores. Abogan por seguir un camino de ‘simplicidad voluntaria’, una forma de vida que implique ‘vivir mejor con menos’, y se hacen eco de la frase de Gandhi: «El mundo es suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos, pero siempre será demasiado pequeño para la avaricia de unos pocos».