En un principio, el recién nacido es colonizado por los microorganismos de su madre. Sin embargo, a los 11 meses presenta ya su microbiota propia, que depende de tres principios: la dieta, los microorganismos con los que entra en contacto y su propio genotipo. Su composición va cambiando a medida que crece. En las sociedades modernas, sin embargo, el número de microorganismos con los que nos relacionamos es cada vez más pequeño: usamos gran cantidad de antibióticos, nuestra higiene es mucho mayor que la de nuestros antepasados, aumentan los partos por cesárea –el parto vaginal constituye la primera fuente de contacto con microorganismos– y disminuye la lactancia materna, entre otros factores. Todo ello ha dado lugar a la llamada ‘hipótesis de la higiene’, según la cual este ambiente protegido altera el microbioma, perjudicando el desarrollo del sistema inmune, y podría explicar el incremento observado últimamente en las tasas de asma, alergias o dolencias intestinales como la colitis ulcerosa o la enfermedad de Crohn.

PRO Y PREBIÓTICOS, ¿BUENOS PARA LA SALUD?

Los probióticos son microorganismos vivos que, si se administran en cantidades adecuadas, benefician la salud del hospedador. Un ejemplo son las bifidobacterias, presentes en algunos yogures. Los prebióticos, sin embargo, son sustancias que mejoran el crecimiento de microorganismos potencialmente beneficiosos, pero no son microorganismos vivos en sí. Un ejemplo sería la lactulosa, un azúcar que favorece el crecimiento de las bifidobacterias en el intestino. Todavía no hay consenso sobre su verdadero valor en la salud. Existen evidencias de que algunos tipos de pro y prebióticos son beneficiosos en situaciones concretas para el tratamiento de ciertas enfermedades, como determinados tipos de diarreas y alergias o complicaciones derivadas de la cirrosis. Sin embargo, su eficacia general en toda la población todavía está en discusión.