Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Guerra y paz

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En 1932, en vísperas de la llegada de Hitler al poder, Sigmund Freud escribió una carta a Albert Einstein desde Viena. En ella respondía a una cuestión que el físico le había planteado: “¿Qué puede hacerse para defender a los hombres de los estragos de la guerra?”. Para Freud no cabía duda de que “los conflictos de intereses se zanjan en principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del que el hombre no debiera excluirse”. “Al comienzo, era la fuerza muscular la que decidía a quién pertenecía algo (…). La fuerza muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza”, escribe Freud.


Freud se declara de acuerdo con el asombro manifestado por Einstein de que “resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra” y la conjetura de que “algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar”. Y lo argumenta con la doctrina de las pulsiones del psicoanálisis. “Las pulsiones del ser humano son solo de dos clases: aquellas que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas o sexuales (…) -, y otras que quieren destruir y matar; que llamamos de agresión o de destrucción”. No es otra cosa, aclara, que “la conocida oposición entre amor y odio; esta quizá mantenga un nexo primordial con la polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un papel en la disciplina de usted”, refiriéndose a la física. Entonces, ¿es posible la paz? “Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra”, afirma el padre del psicoanálisis.


Para terminar, es Freud quien plantea una pregunta: “¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros?. Y él mismo la responde: “(…) no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por razones orgánicas”.