Por
  • Juan Domínguez Lasierra

El rey de las letras

El rey de las letras
El rey de las letras
Pixabay

En el país de las letras el rey es X. No desvelaré su nombre para evitar suspicacias de los que no son X, sino Y o Z, o cualquier otra letra del abecedario. Desde luego el rey no soy yo, aunque bien me gustaría, y aunque alguna ingenua persona me haya calificado así alguna vez.

Ese X es una figura sobradamente conocida, al menos en el ámbito literario, tan conocida que a pocos datos que diera de ella sería desvelada su identidad. Por eso ahorraré los datos. Pero algo tendré que escribir para que este relato tenga continuación. Así que hablaré en metáforas para confundir un poco más al personal. En cualquier caso, X ya sabe que estoy hablando de él, porque es persona muy convencida de su papel real, o sea regio. Él ya sabe que en el país de las letras el rey es él.

X va de rey a todas partes. Cuando aparece en una reunión su mirada brilla como si estuviera en el Olimpo, al lado de otros dioses cuyo brillo se esfuma como pavesas en el cierzo. Esto del cierzo está bien traído, porque X es habitante del país del cierzo, de la capital del cierzo. Que, por cierto, no le descompone ni un pelo de su cabello, porque debe usar un fijador a prueba de bomba. Una vez se le desvió un cabello y casi le provoca un desmayo. Tuvieron que sujetarlo entre dos acólitos para que no cayese al suelo. Hubiera sido gracioso leer en la prensa del día siguiente que el rey de las letras estaba por los suelos. El rey caído.

Aunque bien es sabido que los reyes, los de verdad, a veces se caen, y no solo cuando los destronan, que también ocurre de vez en cuando. Y tenemos ejemplos cercanos.

Una vez, en una recepción palaciega, a la que fui invitado por un despiste protocolario, un rey verdadero se cayó al intentar saludar a una empingorotada dama que lucía una inmensa pamela. La pamela era tan desmesurada que, al hacer la reverencia ante el monarca, su sombrero provocó la caída de la corona real, lo que fue ver a todos los acólitos peleándose por arramblar con la corona y devolvérsela al rey. El único que no se lanzó a recogerla fue un fotógrafo oficial que prefirió captar el momento. Pero fue inmediatamente detenido, y su cámara destrozada a patadas por el servicio de espionaje. Así que no tenemos documento gráfico con el que sustentar ese sucedido. Pero yo estuve allí y lo vieron mis ojos, porque yo no soy de los que van agachándose ante la realeza, aunque sean los monarcas de Arabia Saudí. El suceso tuvo lugar en Marbella, que había sido tomada en bloque por los jeques arábigos. Ya sé que ustedes se habían imaginado otro escenario regio, pero así son las cosas, aunque les decepcione.

Pero no, no me he olvidado de X, aunque lo parezca. Por supuesto, todos sus libros son ‘best-sellers’, aunque ya saben que esto de las listas de éxitos editoriales es un tejemaneje de los sellos editores, en comandita con los jefes culturales de los diarios y demás publicaciones librescas. No lo debía decir porque al fin y al cabo yo vivo de la pluma y pongo en riesgo mi continuidad laboral. Y hasta ahí podríamos llegar, poner en peligro mi sustento por una reverencia más o menos.

X vende todo lo que escribe, e incluso lo que no escribe, porque dicen las malas lenguas que sus libros se los escriben unos esbirros que tiene en nómina para ese menester. Y lo sé de buena tinta, porque yo soy uno de esos esbirros. Y ya no digo más porque a este paso va a adivinar la identidad de X hasta el más lelo de mis lectores. Aunque alguno, de los menos lelos, ya casi lo ha adivinado. Porque una vez me dijo que lo que yo escribía se parecía mucho a lo que escribía el rey. Yo me zafé como pude de darle una respuesta y acudí a la metaforización para disimular. Es que todos bebemos de las mismas fuentes, las aguas eternales, los clásicos, los griegos y los romanos, los del áureo siglo…

Y ya sí, acabo. Que tengo que acabar una novela con la que el rey se convertirá nuevamente en ‘best-seller’.

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