La escritora Ana María Matute, en 2001, en Zaragoza.
La escritora Ana María Matute, en 2001, en Zaragoza.
Oliver Duch

La voz de algunos escritores suena como música celestial. No me refiero a la voz literaria, sino a la voz real que se articula en las cuerdas vocales. Escucho en el programa 'No es un día cualquiera' de Pepa Fernández al escritor mejicano Juan Villoro

Su naturalidad y facilidad de palabra, el cromatismo y la temperatura de su voz, esa entonación melodiosa y todo lo que dice me producen un deseo repentino de comprar todos sus libros (la reedición de 'La figura del mundo' es el motivo de la entrevista) en cuanto me acerque por la feria del libro. Algo parecido me pasó hace no mucho con Héctor Abad Faciolince cuando hablaba de su gran novela 'El olvido que seremos'. O con cualquiera de las entrevistas en la radio de Rosa Montero, cuya voz, dotada de un ligero tremor, me reconforta como la de alguna de mis mejores amigas. Yo nunca he soportado el sonido de mi voz grabada. Por eso no envío audios y prefiero expresarme por escrito. 'Quien lee hace propio lo ajeno, quien escribe hace ajeno lo propio' dice Villoro en el prólogo de su novela. A menudo recuerdo la voz de Ana María Matute una noche en el bar de un hotel de Zaragoza ya desaparecido. Estuvimos tres amigos escuchándola hasta las tantas como a una hermosa Scheherezade de pelo blanco que hubiera prolongado su vida durante décadas gracias a sus grandes dotes como narradora oral. Somos impostores o falsificadores, pensé y pienso, los que nos decimos escritores sin dominar el arte de la palabra hablada. En un vaso bajo con un dedo de whisky la Matute podía leer el pasado y también el futuro.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Cristina Grande)

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