Por
  • José Angel Bergua Amores

Sociedad vegetal

Sociedad vegetal
Sociedad vegetal
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Dice el ‘Rigveda’ que en el principio no había nada. Ni existencia ni inexistencia. "Tan solo Uno respiraba sin aliento su propio poder". Lo espiritual tiene que ver con ese vacío primordial que desafía cualquier intelección. 

En cuanto al aliento que aparece después es el alimento del alma, una instancia que refleja tanto la eterna presencia del espíritu como la perecedera vida corporal. En nuestro planeta el aliento procede de las plantas y nutre todas las formas de vida.

El modo de organización vegetal es singular. Sus habilidades no residen en órganos específicos, como sucede en los animales, sino que están distribuidas por todo el ‘cuerpo’. Nuestro modo burocrático de organizar la existencia tiene más que ver con la vida animal que con la vegetal. Sin embargo, en sus orígenes, la vida humana fue vegetal. El principio de reciprocidad y las fiestas redistributivas, por ejemplo, garantizaban la circulación y distribución del excedente. A nivel político, los cabecillas, aunque podían proferir órdenes, no tenían asegurado que fueran a obedecerse, pues el poder tampoco estaba estancado. Todavía hoy, en la vida informal de las sociedades complejas, conviven jefaturas de mentirijillas con libertades reales, pues los individuos tienen gran autonomía para hacer lo que quieran sin que nadie tenga medios coactivos para impedírselo. Esta situación es justo la contraria de la que nos encontramos en la vida colectiva que tutela la trama institucional. Coexisten jefaturas o poderes bien reales con libertades que son más bien de mentirijillas.

En el Neolítico, la naturaleza animal se alzó sobre la vegetal. Nuestros ancestros decidieron encerrarse en un mundo poblado por unos pocos animales que fueron seleccionados a base de extirparles autonomía y curiosidad. También incluyeron un puñado de cereales cuyo cultivo generó tan graves problemas en sus espaldas y articulaciones que todavía son visibles en sus restos óseos. Además, la inmovilización de los cada vez más grandes poblados en torno a sus plantas y animales facilitó que se propagaran más fácilmente las epidemias, también que aparecieran desigualdades sociales irreversibles y que se propagara la necesidad de levantar murallas y organizar ejércitos para defenderse.

Aunque el tránsito al neolítico ha sido interpretado como algo inevitable, en la zona del Creciente Fértil de Oriente Medio se dilató 3.000 años, cuando el cambio no debería haber superado el siglo, pues los conocimientos y técnicas necesarios para impulsar el cambio ya estaban presentes. Durante ese largo periodo de tiempo se practicó una agricultura a tiempo parcial (solo durante parte del año, pues el resto se dedicaba a la caza), de carácter lúdico (no impulsada por la necesidad, pues se salía y entraba en ella a voluntad), combinada con la recolección de plantas silvestres y que no exigía gran esfuerzo. Esa clase de existencia aún permanece en nuestros hábitos y conductas, como demuestra la necesidad de convivir con plantas sin extraer de ellas utilidad práctica alguna. Ese estilo de vida es vegetal.

En las sociedades actuales hemos olvidado los tiempos primordiales de nuestra especie, cuando los grupos humanos se organizaban de manera simbiótica y no jerárquica

Además de esta dimensión exotérica, el mundo vegetal tiene otra de carácter esotérico. Está representada por la diosa Isis y el velo que cubre su rostro. Debajo está escrito: "Yo soy todo lo que ha sido, lo que es y lo que será y mi velo jamás lo levantó un mortal". Nuestra especie ha respondido de dos modos. Por un lado, ha alzado el velo para dominar y explotar sus secretos. La otra reacción no ha tenido que ver con el poder sino con el asombro y la celebración de los misterios de la vida. En esas ceremonias se han ingerido enteógenos de origen vegetal, como el soma, al que son asiduos los dioses védicos, idéntico al aoma que se menciona en el Avesta de Persia e igualmente a la ambrosía de los dioses griegos. Todas estas bebidas provienen de la ‘Amanita muscaria’, hongo íntimamente unido al chamanismo euroasiático.

Sin embargo, el término soma designa también a la Luna. Quizás porque, con la ayuda del hongo, nuestra especie se miró asombrada a sí misma a través del ciclo lunar, que alterna luz y oscuridad en sus fases, siendo la Luna nueva, la nada de la que brota y a la que retorna la vida que la Luna llena representa. La naturaleza encarna también estos ciclos. Por eso los reyes que antaño la custodiaban eran asesinados y sustituidos por otros. Todo ello habla de una misma enseñanza espiritual: para (re)nacer hay que morir.

Tanto esta verdad esotérica, como la organización no jerárquica y simbiótica de la vida, provienen del aliento vegetal que nos constituye. Siempre está disponible. Aunque nuestra condición animal provoque su olvido.

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