Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

La política no es fuego

La política no es fuego
La política no es fuego
Fiorella Balladares

Aún quedan veinte días para poder ver en el madrileño Museo Thyssen una muestra de la obra de uno de los artistas más influyentes del siglo XX, Lucian Freud (Berlín, 1922-Londres, 2011). En el medio centenar de lienzos del nieto del creador del psicoanálisis, la pintura se hace carne. 

Los turbadores retratos superan, incluso, su trepidante biografía: la huida familiar del nazismo en los años treinta, decenas de amantes, catorce hijos reconocidos, relaciones antagónicas con aristócratas e individuos de los bajos fondos o sus deudas millonarias por sus apuestas hípicas.

A mitad del recorrido expositivo en el Palacio de Villahermosa, una frase del artista asalta la mirada desde una pared desnuda entre dos grandes marcos: "¿Qué le pido a una pintura? Le pido que asombre, perturbe y seduzca, convenza". Y, efectivamente, sobrecogen sus desnudos en los que la carnalidad y una textura extrema explican la vulnerabilidad humana.

Todas las artes, desde la pintura a la literatura, se basan en conmover

Esta capacidad de perturbación está presente en buena parte de las obras maestras de la pintura. ¡Quién más cautivador que Goya! Y se encuentra también en la literatura. Sin necesidad de recurrir a la amplia nómina de genios y heterodoxos, baste recordar el exaltado discurso ‘La literatura es fuego’, que Mario Vargas Llosa pronunció en 1967: "La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir, pero no será nunca conformista".

La historia anda sobrada de ejemplos sobre la capacidad ‘revolucionaria’ de las artes. Creadores como Miquel Barceló o Michel Houellebecq figuran entre sus últimos apóstoles. Pero, por mucho que nos arrebaten algunos lienzos y novelas, lo que es bueno para el arte no lo es para la política. En democracia, no hacen falta superdotados sino simples seres humanos que aúnen integridad moral y eficacia ejecutiva. Los gobernantes no tienen que asaltar los cielos sino mejorar en la tierra la vida de sus conciudadanos. Los candidatos no deben prometer la felicidad a sus electores sino conformarse con facilitar las condiciones para que cada uno la busque por su cuenta. Los políticos no están en las instituciones para satisfacer su narcisismo con los aplausos incondicionales de sus seguidores sino para gestionar con discreción los asuntos públicos de todos.

Últimamente, la política también se orienta hacia la emotividad porque es mucho más cómodo recurrir a la emoción que a la razón. Para manejar la razón hacen falta argumentos

La política, sin embargo, es hoy mucho más visceral que racional. Las sociedades occidentales han caído en una ‘espectacularización’ sin límites. Berlusconi, Trump, Boris Johnson o Puigdemont son paradigmáticos ejemplos de una caterva de personajes antisistema que han hecho carrera a base de histrionismo, polarización, resentimiento y mentiras. Han impuesto un estilo provocador que apela esencialmente a los instintos primarios del ser humano. Más testosterona que neuronas. "Ya no se trata de constreñir, mandar, disciplinar, reprimir, sino de gustar y emocionar", ha escrito Gilles Lipovetsky en su ‘Ensayo sobre la sociedad de seducción’ (2020).

La literatura y la pintura pueden ser formas de hacer política, sobre todo cuando no se puede hacer política (en una dictadura), pero la política no se construye como lo hacen las artes. La política, cuando es democrática y eficiente, no es épica ni lírica sino prosaica, antidramática e, incluso, aburrida. Por ello, quien busque convertirse en una llama en la que todos quieran abrasarse no debiera dedicarse a la política; es mejor que invierta su tiempo en intentar escribir una novela o pintar un cuadro. 

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por José Javier Rueda)

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