Por
  • Juan Antonio Gracia Gimeno

Las flores en los templos

Cuatro sacerdotes se inclinan ante el altar mayor del Pilar. En las misas en latín, los curas daban la espalda a la congregación, administraban la comunión en la boca y hombres y mujeres estaban separados en las iglesias.
Las flores en los templos
Archivo Heraldo

El ornato floral en los templos constituye una tradición inmemorial en el seno de todas las religiones. Aunque no conozco ningún estudio serio sobre un asunto tan sugestivo, me parece que sería muy difícil encontrar un país en el que sus habitantes no hayan hecho de las flores una ofrenda, un rezo, un regalo, un homenaje a sus dioses o, quizás simplemente, un recurso simbólico que ayude a interpretar y realzar el sentido más hondo de una obra artística.

Por cierto, esta última y nobilísima función de las flores en relación con el arte religioso ha sido investigada, descrita y divulgada recientemente por una estudiosa zaragozana, Pilar Bosqued Lacambra, en su primoroso libro ‘Flora y vegetación en los tapices de la Seo’, editado en 1989 por la Caja de Ahorros de la Inmaculada de Aragón. Asombra en efecto comprobar cómo el color, el tamaño y la selección en la abundante flora que aparece en algunas cenefas de las preciosísimas telas franco-flamencas medievales de la citada colección catedralicia ilustran la imagen religiosa hilada en el centro del tapiz.

Por lo que se refiere al cristianismo, no dispongo de datos para precisar el origen concreto del uso de las flores como elemento decorativo en los templos. Con un evidente margen de fluctuación en el tiempo y en el espacio, creo que la introducción de las flores y su desarrollo como parte del ornato sacro en los templos, en general, hay que situarlo entre el inicio del siglo XII y el final del siglo XIII, una larga época en cuyo transcurso se produjeron dos hechos importantes: uno, varios milagros eucarísticos en diversas localidades europeas (Daroca, entre ellas); y dos, la creación por el papa Urbano IV de la fiesta de Corpus Christi en 1264. Como es harto conocido, cada año en este día las alfombras florales en las calles y plazas de numerosos pueblos y ciudades de España contribuyen en gran manera a crear un clima gozoso, un aire de fiesta. Personalmente no concibo una solemnidad jubilosa sin la grata compañía de las flores.

Las flores tienen una extraordinaria capacidad para expresar los sentimientos
humanos

Por supuesto, las flores no son un elemento esencial del culto, pero sí que ayudan a dignificarlo y ennoblecerlo, a darle categoría y hermosura y, por ello, los responsables de los templos deberían contar siempre con las flores a la hora de organizar sus celebraciones.

Las flores, por ser los frutos más bellos de la tierra, se prestan como ningún otro símbolo para expresar sentimientos del corazón humano. De ahí que, además de servir como hermoso detalle decorativo, las flores tienen un valor sacramental, ya que son un gesto de ofrenda, de donación y, al igual que los cirios, consumen su vida delicada y frágil al pie del altar o junto a una imagen querida. Solo Dios sabe qué sentimientos se esconden detrás de una flor, dejada acaso en la soledad y la penumbra ante una modesta talla de la Virgen en una capilla olvidada.

Quizás en este arte, ciertamente menor pero apasionante, de adornar los espacios celebrativos del culto cristiano con flores convendría disponer de un código de normas tendentes a conseguir una perfecta sintonía entre liturgia y estética. No tendré la osadía de establecer tales normas, pero sí que me atrevo a ofrecer, a modo de simple sugerencia, unos sencillos apuntes sobre los que podría apoyarse el gesto de llevar flores a la morada de Dios y de conservarlas con dignidad.

Ante todo, habría que buscar la autenticidad en las flores y en los vasos y macetas. Que las flores sean flores de verdad y los tiestos sean tiestos de verdad. Los papeles de estaño, los adornos de plástico, los simulacros de cualquier especie casan mal en un lugar en el que la verdad de las cosas debe prevalecer sobre toda otra consideración.

Por eso, su uso en las iglesias va más allá de la mera ornamentación

Luego, la limpieza. Es inconcebible utilizar unos recipientes que no tengan al agua absolutamente limpia. Es intolerable mantener días y días unas flores marchitas. Hasta los recipientes habría que seleccionarlos en su tamaño y calidad porque no todos son apropiados para toda clase de flores.

Se impone también un cierto sentido de la moderación y la mesura. Solón, uno de los siete sabios de Grecia, decía: ·Ne quid nimis", "nada en exceso"; "de nada, demasiado". Y es bien conocido el llamado síndrome de Stendhal en su visita a la Galería Uffizi de Florencia. Hay que evitar que un excesivo adorno floral impida la contemplación de grandes obras de arte o dificulte una visión correcta de los ritos y gestos que ofician los celebrantes en el altar. Los templos no son jardines.

Decía que la decoración floral de las iglesias es un arte menor, pero fascinante. Yo no diré que los celebrantes debieran ser poetas y sus templos asemejarse a un romántico ‘locus amoenus’, pero sí que debieran tener cuando celebran espíritu de artistas y sensibilidad para tratar con gusto y respeto el espacio que ocupan.

En todo caso, la decoración floral en las iglesias es un arte que, como la música, la pintura, la arquitectura y la danza, exige medida, imaginación, disciplina y gusto. Y, por supuesto, amor. Porque si pasan los siglos y no faltan ni un solo día violetas frescas ante la tumba de Chopin o de Abelardo y Eloísa, tampoco debiera faltar, convertido en flor, junto al altar del Señor nuestro Dios, el ofertorio diario de nuestro corazón.

No quisiera rizar el rizo ni sugerir imposibles. Pero no estaría mal armonizar las flores, su mayor o menor cantidad y hasta su especie y color, con la importancia y el carácter de las fiestas y de los tiempos litúrgicos.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión