Por
  • Aurelio Viñas Escuer

Ayer, hoy y mañana

Ayer, hoy y mañana
Ayer, hoy y mañana
Pixabay

Tres días importantes en el presente de nuestras vidas. El ayer ya pasó; ahora nos parece que casi inadvertido, puesto que no nos proporcionó nada de ser tenido en cuenta. 

El hoy transcurre hasta el momento sin ninguna novedad importante. Y ‘mañana Dios dirá’, como se ha manifestado siempre. Con estos sencillos argumentos podríamos arrancar casi todos los días del año. Así, sumando días y días amorfos, vamos viendo pasar los años, hasta caer en la inquietud un poco peculiar de llegar a la vejez.

He leído estos días, creo que por segunda vez, el libro titulado ‘Charlas de café’, de Santiago Ramón y Cajal que, además de un gran histólogo, merecedor del Premio Nobel de Medicina en 1906, era también un destacado literato y un gran pensador. Así hasta su muerte en Madrid en 1934, a los 82 años de edad. Y en el libro citado escribió: "Hay una enfermedad crónica, necesariamente mortal, que todos deberíamos evitar y que, sin embargo, todos deseamos: la ancianidad. Ya Gracián decía: 'Todos desean llegar a viejos, y en siéndolo, no quieren parecerlo'".

Pues bien, yo he llegado a viejo y no trato de ocultarlo. ¿Para qué? Me considero a mí mismo un hombre decrépito, casi un parásito para algunos individuos que no piensan que también ellos pueden ir perdiendo facultades y llegar a viejos. Cobro una pensión que tal vez supere ya lo que fui dejando en la hucha pública a lo largo de muchos años de trabajo y ya no doy ningún rendimiento material. ¿Y en qué me entretengo, preguntarán ustedes? Un poco por vocación y otro poco por costumbre, escribo algún artículo para la Prensa, más de críticas que de alabanzas, porque así lo requieren los vientos que actualmente soplan sobre el mundo. Y llevo siempre entre manos la redacción de alguna novela para añadir a las que ya tengo publicadas. Quizá se deba todo ello a que la afición a escribir es en muchos casos una enfermedad. Una enfermedad y una medicina al mismo tiempo, como ya he dejado patente en alguno de mis libros.

Intento algunas veces algo así como hacer un balance social de lo que ha sido y es la vida y me encuentro con la dura realidad de que en casi un siglo que he vivido, las cosas han mejorado muy poco. En algunos aspectos incluso han ido a peor. A nivel mundial sigue habiendo guerras; guerras que no se sabe quién las provoca y que no sirven para otra cosa que para la destrucción y para ver correr la sangre. Y de puertas para adentro, las cosas andan igualmente mal. Las diferencias entre los humildes y los poderosos son iguales o mayores, las relaciones matrimoniales empeoran sin que nadie se rasgue las vestiduras, los suicidios aumentan, la educación de los jóvenes disminuye, la espiritualidad de la mayoría de las personas anda por los suelos, el dinero lo justifica todo y cosas así.

Estos inventos que los viejos consideramos modernos, tales como el teléfono móvil, las comunicaciones ‘on line’, la internet y otros artilugios semejantes han ido creciendo hasta alcanzar ese resumen que hemos pasado a denominar inteligencia artificial. Es ventajosa en algunos aspectos y hay que reconocerlo. Pero, ¿ha mejorado algo nuestra existencia? Si sabemos ser sinceros con nosotros mismos tenemos que reconocer que muy poco. Y a veces nada. Con frecuencia nuestros ojos son más felices cuando miran al vacío que aprisionados en las pantallas y pulsadores que nos rodean.

La envidia y el odio de los viejos tiempos de Caín siguen presentes, y tal vez creciendo, en el mundo actual. Y la destrucción física del planeta, puesta de manifiesto sobre todo en el cambio climático, se encuentra caída en los estercoleros de la economía.

¡Mundo, mundo!, decían ayer nuestros abuelos a modo de protesta. ¿Qué dirán mañana los niños de hoy si llegan a ser abuelos?

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