Por
  • Isaac Tena Piazuelo

El candidato

El candidato
El candidato
Pixabay

Ya ha sucedido, ya están aquí. Con la primavera, la actualidad se ha llenado de reclamos electorales y hay algarabía entre quienes se dedican a la cosa pública. Los que ahora mandan, subrayan la radiante evidencia de sus logros. Y los otros, que no mandan, tratan de disimularlos, suspirando por una oportunidad. 

Es tiempo de cortejar a los electores con sonrisas (dientes, muchos dientes… que decía alguien del famoseo), abrazos a rebullo, talante que no falte, principios inamovibles y generosas esperanzas. En la estación electoral el político (entiéndase, por simplificar, sin acepción de género y número) muda en algo su condición, y se convierte en ‘candidato’. Cierto evento reciente me ha recordado el origen de la palabra, que compruebo en un buen Diccionario Histórico: "Se deriva de la costumbre que observaban en Roma los que pretendían obtener los cargos de la república, los cuales se presentaban en las asambleas y reuniones públicas vestidos con una túnica blanca (llamada ‘cándida’), muy lucida, con el objeto de llamar más la atención y hacerse reparar de los que habían de votar y conferir aquellos destinos". Hay quienes añaden que tal vestimenta ponía de manifiesto la honradez y pureza de intenciones del candidato. Esto de las túnicas blancas parece alejado del momento, y no me refiero a cuestiones como la corrupción. Pero me permite reflexionar sobre esa peculiar dialéctica entre el candidato y el elector a quien trata de persuadir. ¿Qué nos mueve a decidirnos? Lo que sabemos, lo que creemos saber, lo que intuimos. "Existen razones que la razón no conoce…", cualquier enamorado lo sabe. Es natural que algunos candidatos despierten simpatías o aversiones, atracción y repulsa, sin más.

Llegan las elecciones y los políticos se transforman en candidatos, dedicados en cuerpo y alma a intentar atraer el voto de los ciudadanos

Se supone que los electores tenemos la información precisa para escoger los agraciados con nuestro voto. Incluso esa información es probable que resulte totalmente abrumadora. Si fuera el caso, para moderarla, qué gran idea darse de baja del buzoneo electoral. Mas la información abundante no basta, debe ponerse al baño maría de la crítica responsable. "Quien no quiere pensar es un fanático; quien no puede pensar es un idiota; quien no se atreve a pensar es un cobarde". Qué se habrá creído ese Francis Bacon, casi es ofensivo. ‘Sapere aude!’ Sin embargo, no es tan sencillo en virtud de las tendencias o sesgos que nos influyen. En casos más o menos graves llegan a originarse fenómenos que hoy en día se identifican como ‘burbuja epistémica’ o ‘cámaras de eco’, cuando solamente quiero oír aquello que quiero oír. Bien hace notar algún filósofo que nos agarramos a lo que damos por sabido y suponemos que ya no precisaremos averiguarlo nunca más. Desde que lo escuché a un gran profesor universitario, admiro la humildad (verdadera grandeza, como digo) para reconocer sin excusas: "esto no lo sé" (salvo que se trate de un examen, donde igual no convenga ser tan franco). El caso es que en el imperio de la posverdad no siempre resulta fácil preservar ese bienestar epistémico al que aspiramos, distinguiendo lo auténtico (lo verdadero, lo bello, lo justo… como lo veía Platón) de lo que no lo es.

Vuelvo a la cuestión del candidato o candidatos. Al margen de las simpatías, me gusta escucharlos aunque sus programas electorales tengan una trascendencia relativa: con frecuencia se encaminan hacia los que todavía no están decididos a pesar de todo. Es decir, ese puñado de indecisos que aún no saben. Y trato de entender si lo que dicen va en serio, si se creen a sí mismos. No importa que sea del todo cierto, pues por descontado que la política es el arte de lo posible (durante no sé cuántos siglos –‘plus ça change’– se viene repitiendo). Me inclino a presumir la honradez del candidato, mientras no se demuestre lo contrario. No me importa que Hanna Arendt tenga un ensayo cuyo título resulta poco esperanzador, ‘La mentira en política’. Tampoco me importa la buena presencia del candidato, si la tiene. Son las ideas las que, a veces, carecen de hermosura y no pueden aceptarse por equivocadas, aunque sí hayan de respetarse.

El elector maneja mucha información sobre los aspirantes, pero eso no siempre facilita la decisión acertada

En fin, para facilitar las cosas y evitar confusiones no sé si estaría bien rescatar la ‘cándida’ (la túnica, se entiende). Que se adoptase una indumentaria para distinguir quién está en campaña, la uniformidad para el perfecto candidato, que evite las originalidades. Si sabemos a quiénes atender, podríamos concentrarnos mejor en sus principios. A los romanos, que eran bien agudos, les funcionaba. De cualquier modo, hablando de blanquear, recuerden aquel viejo anuncio de un conocido detergente: "Busque, compare y, si encuentra algo mejor, cómprelo".

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