Por
  • Julio José Ordovás

Poesía del amarillo

El cuadro 'Acarreo de mies' (1955) de Marín Bagüés, un artista esencial que da origen a las vanguardias.
El cuadro 'Acarreo de mies' (1955) de Marín Bagüés
A. C. /Heraldo

Tres carros colmados de mies y tirados por mulos circulan por un estrecho camino en dirección a las eras de un pueblo que podría ser Leciñena o cualquier otro pueblo de los Monegros. 

No creo que haya ningún cuadro que refleje el calor bestial del verano aragonés como el que Francisco Marín Bagüés pintó a mediados de los años cincuenta del siglo pasado. ¿Cómo no recordar ‘La siesta’ de Millet o, más aún, la versión que hizo Van Gogh de aquella pintura, ante el cuadro de Marín Bagüés?

En ‘Acarreo de la mies’ están la dura gramática del trabajo agrícola y la hoguera sofocante del verano y la poesía del amarillo, que es un color con muchos y muy variados matices, como sabemos bien los que nos hemos criado en esta tierra olvidada de Dios y de la lluvia. El amarillo es el color de la Biblia, un color ascético que no invita a la ensoñación, como el verde o el azul, sino que le sume a uno en el delirio. Un color con regusto a polvo y a ceniza.

Hace un par de años, caminando por los montes de mi pueblo, me encontré una herradura oxidada, y me acordé de mi abuelo José, que no pudo contener las lágrimas cuando se vio obligado a desprenderse de su mulo, un mulo tordo del que yo, pese a que era muy niño, aún conservo un tenue recuerdo, y me acordé también del cuadro de Marín Bagüés, estampa de un mundo no tan antiguo como nos puede parecer.

Acerco el oído al lienzo y oigo con claridad los chirridos de las ruedas de los carros, y el violín de la chicharra, y los cacareos de esas gallinas que se disputan unos granos de cereal, y las blasfemias de los labradores, que maldicen su destino y al sol que los aplasta sin piedad.

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