La trainera

La trainera
La trainera
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Justo al otro lado del río, a unos pocos cientos de metros, se veían las primeras luces nocturnas de Hendaya. Corría una ligera brisa y el aire olía como solo huele el Cantábrico. 

En la Oficina de Turismo de Hondarribia (que yo había visitado de niña cuando se llamaba Fuenterrabía) me habían dicho que a Francia se podía cruzar en un barquito cada quince minutos. Saber que la frontera, en realidad, está en mitad del Bidasoa, tal como había visto en el plano turístico, me había hecho creer que la distancia era mucho mayor. Los sitios de frontera es lo que tienen, que son extraordinarios y fascinantes, armonía y desorden al mismo tiempo.

Con la mente dibujé la raya en la superficie del río mientras me tomaba un agua Perrier. En ese momento vi una trainera que se deslizaba a golpe de remos subrayando la línea imaginaria que yo había trazado. Supuse que entrenaban para alguna competición primaveral. Los trece remeros avanzaban de espaldas hacia la oscuridad de la desembocadura, guiados tan solo por la voz del patrón, el cual manejaba un pequeño foco de luz blanca. Sentí un poco de miedo y algo de envidia, y respiré aliviada cuando los vi regresar a puerto con la misma cadencia pulsátil en medio de la oscuridad. "Hay veces en que lo normal pasa a extraordinario así por las buenas y lo notamos sin saber cómo", escribió Carmen Martín Gaite en ‘Lo raro es vivir’. De madrugada intenté sintonizar mi pequeño transistor. Se escuchaban muchos ruidos y voces en francés, en vasco y en castellano. El dial se movía como a golpe de remos y no quería quedarse quieto.

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