Por
  • Octavio Gómez Milián

El desaparecido

Ángel Guinda estableció muy pronto una hermosa complicidad con el negro y con la fotógrafa Columna Villarroya.
Ángel Guinda
Columna Villarroya.

Para que alguien aparezca, primero debe ser un desaparecido, que deje caer toda la oscuridad y todo el olvido sobre los que lo aman. La destrucción del mundo se parecerá mucho al día que murió Ángel Guinda. 

Todos los pesares se acumularon en la puerta de los amantes y sus abrazos; en vez de calentar los cuerpos, dejaban las almas heladas. Caminé con Guinda por un alambre durante un breve tiempo, el suficiente como para que su generosidad se dejara un tatuaje olvidado en mi piel. Era tan joven aquella piel que hoy solo la reconozco después del beso de mi hijo. ¿Dónde queda la belleza en mitad del infierno? ¿En una flor que se corta y desprecia? Quizá sea un verso de Ángel Guinda, una cama de paja en Luesia, un papelito que se desliza en el bolsillo de Luis Felipe Alegre camino del Ángel Azul. Su cama tiene un hueco que nadie va a cubrir, es la sombra que mira por la ventana los restos de su esqueleto, el sur de todo, el norte de la nada, donde las cenizas son células que deja la muerte para no perderse en el pasillo de un hospital. 

Todos tenemos que arder, buscar la frontera donde insultar al universo que baila, estrábico, al otro lado. No contestes, maestro Guinda, tus dedos manchados de tiza, de tinta, de nicotina, tus dedos eternos que se sumergen en la carne de tierra y la hacen estremecerse de placer mientras, partisano de Cohen y extranjero de Moustaki, deformas los boleros para explicar al mundo el amor. Nos ayudaste a convivir con nuestros fantasmas convirtiéndote tú mismo en un espectro. Como un albatros afónico le prometes al sepulturero que te entierre que vivirá tu vida cuatro veces. Vidas, como la tuya, Ángel, que no necesitaron nunca un final.

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