Por
  • Eva Pérez Sorribes

Gloria

Vista exterior de la cárcel de Zuera
Vista exterior de la cárcel de Zuera
Guillermo Mestre

Podía llamarse Gloria. Y así se me presentó hace solo unos días en la cárcel de Zuera. Lleva nueve meses presa, y en este tiempo, que no alcanza el año, ha pasado ya por cuatro prisiones distintas. Ha sido, me contó, la única manera de ir acercándose a su familia. 

Esta circunstancia les cuesta el doble a las reclusas mujeres que a los hombres por la sencilla razón de que no todas las prisiones tienen módulos para ellas. Pero no solo. Tampoco los hay de salud mental, especializados en adicciones o clasificados por su peligrosidad, características penales o reincidencia, como sí ocurre con ellos. El motivo es numérico. La prisión de Zuera es un buen ejemplo. De los 1.100 reclusos, poco más de 60 son mujeres. Es un hecho que ellas delinquen menos –representan el 7% de la población reclusa total– y es una consecuencia que todo el sistema penitenciario esté pensado en masculino y plural, pero esto se traduce en una precariedad de espacios y en menor oferta de actividades formativas o de reinserción para ellas. Instituciones Penitenciarias ha puesto el foco en esta carencia de género, pero lo que pasa intramuros sale poco y vende menos. Hay grados en la invisibilidad y este es superlativo. Por eso, cuando el otro día me tropecé con Gloria haciendo otro reportaje que nada tenía que ver en la cárcel de Zuera, le agradecí conocer esta parte de su historia, que es la de tantas. La casualidad no existe, y a lo mejor nuestra pequeña charla estaba destinada a acabar en esta pequeña columna. Me he quedado con ganas de seguir esta conversación, me dijo. Confieso, aquí, que yo también.

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