Ellas, ellos y las guerras

Ellos, ellas y las guerras
Ellos, ellas y las guerras
Lola García

No hay mal peor que la guerra. Y dijo Ione Belarra, psicóloga y ministra: "Las guerras las han pensado y ordenado los hombres. Nunca jamás un poderoso que ha ordenado una guerra desde un lujosísimo despacho ha pagado con su sangre o con la sangre de alguien que ama". ¿Nunca jamás?

Esta ministra del Gobierno es categórica y tajante. Con esa actitud retórica inicial, el rival queda acorralado de entrada. La afirmación taxativa de algo tremendo busca que el contrincante se apoque y haya de defenderse, lo que en efecto hará si es memo, medroso o poco ilustrado. Esto no es de izquierda ni de derecha, es populismo truculento. Belarra lo usó el 26 de febrero en una arenga ardorosa, dirigida al entregado público del Encuentro Internacional Feminista, amadrinado por Irene Montero. Fue muy aplaudida.

Vino a decir dos cosas. Una: las guerras son producto exclusivo de decisiones varoniles. Dos: quienes las desencadenan lo hacen resguardándose, con los suyos, de sus nefastas consecuencias y esto sucede de tal forma que lo contrario no se da. Nunca. Jamás. Porque nunca jamás el varón que decide hacer la guerra, desde un cómodo ("lujosísimo" despacho), ha pagado por eso con su sangre o la de sus allegados.

Mujeres belicosas

Esto que sigue es una lista que también tiene dos partes. La primera es una muestra sucinta de mujeres que decidieron guerras o las hicieron, empezando por la famosa faraón Cleopatra (VII), precedida por Artemisia de Halicarnaso (jefe naval en Salamina) o por las candaces nubias; Búdica, reina icena, "alta, de voz áspera y feroz mirada" según los romanos, fue gran guerrera; Zenobia de Palmira, rebelde y valerosa, mandó a arqueros y catafractarios… Esto viene sucediendo desde que hay memoria escrita de las cosas y –saltando etapas– la nómina pasa por la inglesa Isabel I, la jatún mongol Mandujai, la hausa nigeriana Amina, la rusogermana Catalina la Grande... y llega hasta estos tiempos últimos con la israelí Golda Meir, la india Indira Gandhi o la inglesa Margaret Thatcher. ¿Es que no fueron estadistas aguerridas y belicosas?

Ione Belarra se expresa con la acritud de quien frecuenta ambientes aptos para la soflama o la diatriba y su escasa preparación sumada a su falta de sosiego la lleva a desbarrar

Morir en combate

La segunda parte se refiere al aserto belarriano de que los promotores de las guerras son bellacos que rehuyen el combate y libran de él a sus allegados. Los casos contrarios son muy abundantes y no caben aquí. Una muestra bastará para ver hasta qué punto yerra la ministra. Bien cerca: los reyes de Aragón y Pamplona (Belarra es pamplonesa) muertos en batalla, como Ramiro I (en Graus), su medio hermano García Sánchez III (Atapuerca, 1054), su hijo Sancho (Huesca), Alfonso I (Fraga), Pedro II, caído en Muret frente a las tropas papales. Son muchos reyes muertos por combatir y nada exóticos.

La lista es enorme y empieza al menos hace tres milenios y medio, con los faraones Senebkay y Taa II; incluye emperadores romanos (Decio, caído ante los godos, con su hijo Herenio, en Razgrad; Valeriano, preso en combate y muerto esclavo de los persas). La lista inglesa no es corta (Harold II en Hastings, Ricardo ‘Corazón de León’ en 1199, el shakespeariano Ricardo III en 1485).

Eduardo, príncipe de Gales, cayó muerto en ese mismo siglo XV y la relación de príncipes regios muertos en batalla es extensa. Algunos sobrevivieron, como los jóvenes Martín de Aragón y Fernando de Aragón, príncipes guerreadores; pero cayeron muchos otros: Luis Fernando de Prusia (un Hohenzollern), sobrino del rey, en Saalfeld (1806), frente a un sargento de caballería del mariscal Lannes. El príncipe imperial Luis Napoleón, hijo único de Napoleón III y de la española Eugenia de Montijo, cayó en 1879, en una guerra zulú. Mauricio de Battenberg, nieto de la insoslayable reina-emperatriz Victoria y cuñado de Alfonso XIII, fue muerto en Yprés por los alemanes, mientras Maximiliano de Hesse, sobrino del káiser y bisnieto de Victoria, perdía la vida en Flêtre (1914), por fuego inglés. Hay muchos más.

¿Sabrá Belarra que Felipe V, el primer rey Borbón de España, fue herido en Luzzara y estuvo en riesgo de perder la vida en otros cinco o seis combates, incluido el mortífero de Zaragoza en 1710; o que Alfonso XII se jugó la vida en Lácar, en 1875? ¿Nunca jamás?

De Yael, matadora del jefe cananeo Sísara (al que clavó un gran clavo en la cabeza), o Judit, decapitadora del general asirio, arquetipos de la ‘mujer fuerte’ en el texto bíblico, mejor no hablar. Es dudoso que le suenen. Belarra no aparenta saber nada de esto. La pregunta es, pues, por qué hace asertos tajantes e infundados sobre un asunto tan sumamente grave como buscar culpables genéricos de la guerra, compendio de todos los horrores humanos.

¿Transparenta un modo de ser? ¿Cree que su voz excesiva atrae a los devotos de lo extremoso?

Así y todo, ser taxativo desde una ignorancia tan grande tiene costes y uno es evidenciar que no sabe, en realidad, de qué está hablando. O voceando.

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