Por
  • Francisco José Picazo Blasco

Doscientos un años de consentimiento

Doscientos un años de consentimiento
Doscientos un años de consentimiento
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En los últimos dos o tres meses son constantes las alusiones vertidas en los medios de comunicación en torno a la figura del consentimiento que se concibe como idea nuclear inspiradora de la última reforma de nuestro Código Penal en materia de delitos contra la libertad sexual. 

Pues bien; ya nuestro Código Penal de 1822, esto es, hace doscientos un años, tipificaba en su artículo 688 el actual delito de agresión sexual de la siguiente manera: "El que sorprendiendo a una persona y forzándola con igual violencia o amenaza, o intimidándola de una manera suficiente para impedirle la resistencia, intentare abusar de ella, sufrirá la pena del raptor y ocho años más de obras públicas, con igual destierro si se consumara el abuso".

Por su parte, los códigos penales de 1848 y 1870 tipificaban el delito de violación a la acción de tener acceso carnal concurriendo cualquiera de estos tres supuestos: "Con violencia o intimidación, cuando la víctima careciera de razón o de sentido por cualquier causa o cuando la víctima fuera menor de doce años". Esta misma tipología penal es la que vino a inspirar en términos generales las ulteriores reformas, siempre con el denominador común, bien del ejercicio de la violencia o de la intimidación, bien de prevalerse de la inexistencia o falta del consentimiento cual es el supuesto de las personas incapacitadas o de los menores.

Es por ello por lo que no se alcanzan a comprender muy bien afirmaciones referidas a la denominada ‘Ley del solo sí es sí’ tales como… "el consentimiento es el corazón de la ley" o… "El consentimiento ha llegado para quedarse", ya que la falta de consentimiento es y ha sido desde siempre la piedra angular de los delitos contra la libertad sexual, porque todos los actos ejecutados contra la libertad de alguien, sea la que sea, lo son en contra de su consentimiento, paradigma inalienable que no admite discusión.

La falta de consentimiento es y ha sido la piedra angular de los delitos contra la libertad sexual, porque todos los actos ejecutados contra la libertad de alguien, sea la que sea, lo son en contra de su consentimiento, paradigma inalienable que no admite discusión

Otra cuestión es la relativa a la prueba del consentimiento o de la falta del mismo. Es un lugar común e indiscutible que la aplicación de la norma jurídica lo ha de ser sobre unos hechos que se consideren probados, y el derecho penal no es una excepción: el que denuncia que le han robado o el Fiscal que acusa de un robo tendrá que probar su existencia a través de los medios de prueba aptos en derecho tales como los testigos, las pruebas dactiloscópicas, etc. Pues bien, los delitos de naturaleza sexual tampoco son ninguna excepción. Cierto es que la doctrina del Tribunal Supremo en casos en que por la índole del delito enjuiciado es poco probable que pueda contarse con una pluralidad de testigos que hubieran podido observar por sí mismos la realización de los hechos, viene admitiendo con valor de prueba de cargo en que pueda fundarse la convicción del Juzgador la declaración única de la víctima prestada con las debidas garantías procesales en el acto del juicio oral, a lo que podrá añadirse para mayor seguridad en la valoración judicial de ese testimonio la existencia de datos periféricos corroborantes de lo que la víctima afirme, así como la consideración de la firmeza y persistencia del testimonio que la víctima ofrece. Sin embargo, ello no equivale a que la declaración de la víctima goce de la presunción de veracidad, ya que una cosa es su formal admisión como prueba de cargo, y otra bien distinta que en todos los casos haya de presumirse su certeza, ya que siempre deberá ser objeto de valoración, bien individualmente, bien en conjunción con otros elementos probatorios como los referidos. Conferir presunción de veracidad al exclusivo testimonio de la víctima traería como inevitable consecuencia el desplazar la carga de la prueba al acusado, quien de alguna manera se vería obligado a demostrar su inocencia, y ello vulneraría frontalmente el principio de presunción de inocencia consagrado por el art. 24.2 de nuestra Constitución.

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