Por
  • Carmen Herrando

Dos amigos

Simone Weil, con el fusil al hombro, en su foto más famosa de la Guerra Civil española. Esta es el motivo gráfico de portada de 'La Columna'.
Simone Weil
Archivo Tusquets.

Una amistad ciertamente curiosa la que se tejió entre estas dos personas que no llegaron a conocerse y que, sin embargo, compartieron mirada sobre grandes temas de la vida, concretamente el de la amistad, que fue una suerte de milagro entre ellos. 

Los protagonistas de esta historia de amistad son Antonio Atarés Oliván, nacido en 1909 en Almudévar (Huesca), y Simone Weil, que vio la luz el mismo año en París.

Antonio Atarés fue un militante anarquista que sufrió la suerte de otros españoles que se vieron obligados a abandonar España tras la guerra civil. Como tantos de ellos, se vería confinado en un campo de concentración en Francia. Lamentablemente, a muchos de los que llegaron hasta Centroeuropa les tocó la desgracia de morir entre las víctimas del Holocausto. Atarés se encontraba en Le Vernet, en la región francesa de Ariège, cuando Nicolas Lazarévitch, anarquista de origen belga, fue recluido un par de meses. Lazarévitch conocía a Simone Weil porque ambos colaboraban en ‘La révolution prolétarienne’, y habló a la filósofa de la situación dramática que padecían los españoles en el campo: se fijó particularmente en este aragonés que no recibía ni cartas, ni paquetes, ni visitas.

El activista político y disidente comunista Boris Souvarine, amigo de Lazarévitch y de Simone Weil, también se refiere a Atarés en sus escritos: "Nicolas [Lazarevitch] la había puesto en relación epistolar con un pobre español, abandonado por todos y él también internado en Le Vernet; ella [Simone Weil], con su inagotable bondad, se esforzó en ayudar a este desconocido".

Simone Weil y el anarquista oscense Antonio Atarés sellaron una inesperada
amistad en la Segunda Guerra Mundial

Como expresa Souvarine, sin pensárselo dos veces, Simone Weil escribió a Antonio en marzo de 1941, simplemente para acompañarle un poco. Pero no dejaría de escribirle; le enviaba, de vez en cuando, algún paquete, libros, y hasta algún dinerillo, pues en las cartas habla de giros postales. Poca cosa, en definitiva, pues Francia estaba en guerra y no era fácil encontrar, por ejemplo, lecturas en español para que pudiera leer algo. Surgió así una amistad admirable: ella le escribía en francés y él le respondía en español. Hablaban de todo un poco: de los paisajes que él veía en Le Vernet y después en Djelfa, en Argelia, donde sería transferido aquel verano; de la alegría, de la desgracia, del silencio, de la hermosura del cielo estrellado… Y abordaban igualmente cuestiones más hondas, o sus vidas cotidianas: él, confinado en un campo de prisioneros; ella, vendimiando en Francia, colaborando con la resistencia en Marsella, o preparando el viaje hacia Estados Unidos para acompañar a sus padres, judíos que huían del nazismo. "Me digas lo que me digas sobre las fuentes de consuelo que tienes —escribe Simone a Antonio—, sé muy bien que tu alegría es la que se conquista al dolor; es la más bella". Comparte con él algunos de sus poemas, o coplas españolas que ella tanto admiraba, y le habla de Platón, de san Juan de la Cruz, de Prometeo…

Simone Weil realizó algunas gestiones para liberar a Atarés. Llegó incluso a escribir al superior de los Hermanitos de Foucauld, fundados diez años atrás en El Abiodh (Argelia), merced al sacerdote dominico Joseph Marie Perrin. Y hasta se aventuró a plantear que, según cómo fuese el final de la guerra, sus padres, en Nueva York desde julio del 42, pudieran instalarse en el Norte de África y trabajar allí en una pequeña explotación agrícola contando con la colaboración de Antonio.

Aunque ya se dio cuenta de esta amistad en HERALDO hace un par de años, volver sobre el tema se justifica porque la editorial Trotta ha publicado dieciséis de estas cartas en ‘La agonía de una civilización y otros escritos de Marsella’, de Simone Weil.

Ahora se publican dieciséis
cartas de la filósofa francesa a su amigo de Almudévar

Antonio Atarés logró llegar a Argentina en 1950 gracias a una organización de refugiados. Escribió a los padres de Simone Weil cuando supo de la muerte de ésta, y hasta les consultó desde Buenos Aires si conocían a alguien por allí, pues se hallaba muy perdido. Y les remitió las cartas de su hija, que conservamos gracias a este gesto.

Simone Weil presenta la amistad como una virtud que hay que cultivar, pero nunca desear, sino simplemente vivir, cuando nos es concedida, como el don verdadero que es. Probablemente su amigo Antonio compartía esta visión.

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