Por
  • Carlos Martínez de Aguirre

El poder y el Derecho

Sede del Tribunal Constitucional, en Madrid
El poder y el Derecho
ZIPI

España (dice el art. 1 de la Constitución) se constituye en un Estado de Derecho, y una de las características del Estado de Derecho es que el poder está sujeto a la ley. 

Entre esas leyes a las que el poder está sujeto, la más importante es precisamente la Constitución, cuya finalidad no es solo, ni principalmente, estructurar el Estado, sino establecer límites al poder.

Pero el poder tiende a expandirse, y, si puede o le dejan, a eliminar sus límites. Por eso, ya desde Montesquieu, en los Estados configurados según este modelo, se ha dividido el poder en los tres que conocemos: el poder legislativo (de hacer leyes), el ejecutivo (de ejecutar las leyes) y el judicial (de juzgar aplicando las leyes). La idea es que cada uno de estos poderes actúe como una suerte de límite natural de los otros dos, y a su vez sea limitado por ellos. Aquí son especialmente importantes tanto el diseño teórico del equilibrio y las relaciones entre los tres poderes, como su funcionamiento en la práctica. Si ese diseño favorece los desequilibrios, o si en su funcionamiento se producen (y se consolidan) esos desequilibrios, se pone en riesgo la consecución de la finalidad a la que se dirige la separación. Y no está de más recordar, con Madison (uno de los padres de la Constitución de Estados Unidos), que una de las condiciones de eficacia de este equilibrio de poderes es que los miembros de cada uno de los poderes tengan la menor participación posible en el nombramiento de los miembros de los demás.

Así pues, para que este sistema sea eficaz, los tres poderes han de actuar, efectivamente, como contrapesos. Si las fronteras entre ellos se difuminan, si uno de ellos logra preeminencia frente a los otros, si dos de ellos se confunden con mayor o menor intensidad, la tendencia expansiva del poder se refuerza y el Estado de Derecho se degrada.

Algo de esto ha venido ocurriendo en España, donde hay una acentuada tendencia a que el poder legislativo (las Cortes) actúe como correa de transmisión del poder ejecutivo (el Gobierno), a través de la preeminencia de las cúpulas de los partidos políticos, estableciéndose una relación de dependencia que debilita principalmente al poder legislativo. Este último es uno de los puntos débiles de nuestra práctica política: es la cúpula del partido gobernante, personalizada habitualmente en el dirigente máximo, la que toma las decisiones que después se encauzarán a través de la acción del Gobierno y de las Cortes (en su caso, previo acuerdo con las cúpulas de otros partidos); se produce así una suerte de confluencia de dos poderes que deberían limitarse recíprocamente, pero que no lo hacen, al estar dirigidas las actuaciones de ambos poderes por decisiones que se toman por la única cúpula del partido gobernante. Esto sucede también gracias a la escasísima independencia que los diputados y senadores de prácticamente todos los partidos muestran respecto a sus dirigentes, porque son conscientes de que sus actas parlamentarias dependen en la práctica más de esos dirigentes (que son quienes pueden incluirlos o excluirlos de las listas), que de sus votantes.

Si uno de los tres poderes clásicos (legislativo, ejecutivo y judicial )
logra preeminencia frente a los otros dos, la tendencia expansiva
del poder se refuerza y el Estado de Derecho se degrada

Pero volvamos al poder. Para garantizar que el poder no va más allá de lo que la Constitución le permite, existen mecanismos de control constitucional: en nuestro caso, el Tribunal Constitucional (TC), que no forma parte del Poder Judicial, y se ocupa de que las leyes aprobadas por las Cortes (por lo tanto, por la mayoría de los representantes populares) sean acordes con la Constitución, dejando sin efecto las que no lo sean: es claro que el Tribunal Constitucional sí tiene atribuida la capacidad de limitar la actuación del Poder Legislativo, porque si no, no podría ejercitar esa función de control. Cuando el TC declara inconstitucional una Ley aprobada por las Cortes, lo que hace es reafirmar la idea de que tampoco el Poder Legislativo es un poder absoluto, por mucho que concentre la representación popular, y de que también el Poder Legislativo está sujeto a la ley: en este caso a la Constitución, que es la Ley Suprema.

Y llegados aquí, no está de más volver a recordar que, si no es conveniente que alguno de los tres poderes participe decisivamente en el nombramiento de los miembros de los demás, aún lo es menos que alguno de los tres poderes participe decisivamente en el nombramiento de los miembros del órgano que debe controlarlos. Y eso es lo que está ocurriendo entre nosotros, desde hace demasiados años, con el agravante de que, aunque formalmente es ese poder (el legislativo) el que interviene en los nombramientos del órgano de control constitucional, en realidad lo es la cúpula de los partidos; la fijación de mayorías cualificadas que debía facilitar el consenso, en la práctica ha degenerado en un sistema de reparto de puestos. Y así estamos…

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