La imagen de la muerte

Vuelta al ruedo en la Maestranza de Sevilla con el ataúd con los restos mortales de Paquirri, el 28 de septiembre de 1984.
Vuelta al ruedo en la Maestranza de Sevilla con el ataúd con los restos mortales de Paquirri, el 28 de septiembre de 1984.
EFE

La España negra. Los últimos coletazos dela España negra. Esos son los que sentí tras leer ‘Imagen de la muerte’, de Manuel Arroyo, fundador de la Editorial Turner y autor de ese gran libro de memorias que es ‘Pisando ceniza’. ‘Imagen de la muerte’ describe con precisa pulcritud dos muertes en los ruedos que presenció su autor: la del Yiyo en Colmenar Viejo y la de un pobre espontáneo que se lanzó al ruedo en Albacete durante la lidia de un toro del Cordobés.

Aquella corrida de Pozoblanco del 26 de septiembre de 1984 estaba maldita. Dos de los toreros que ese día hicieron el paseíllo iban a morir en una plaza de toros. Ese día moriría Paquirri y el 30 de agosto de 1985 lo haría el Yiyo. El tercer espada de Pozoblanco, el Soro, se lesionaría gravemente en una corrida en 1993 y tras múltiples operaciones se vería obligado a abandonar los ruedos. La maldición se confirmaba.

En Colmenar Viejo todos vieron la imagen de la muerte en la "expresión desfallecida, irremediable y ausente del torero". Éste, después dela cornada, apenas pudo esbozar el gesto de alcanzar la barrera, pues cayó inánime en la arena "con esa languidez definitiva con que caen los cuerpos a los que se les va la vida". El torero acababa de entrar a matar y aquel toro, ya herido de muerte, lo corneó. Mientras el Yiyo moría en la enfermería dela plaza, el toro hacía lo propio en el ruedo, pues el estoconazo que aquél le había asestado era mortal. Ambos, toro y torero, murieron matando. Las últimas palabras de José Cubero, cuando uno de sus banderilleros lo recogió del suelo ya moribundo, fueron: "Pali, ese toro me ha matado".

Arroyo fue siempre un fiel seguidor de Rafael de Paula. El maestro de Jerez iba a torear aquel verano cuatro tardes seguidas: dos en Jerez y luego en Albacete y Salamanca. Para sus partidarios, que no podían disfrutar mucho de Paula, pues siempre toreó poco, aquello era todo un acontecimiento. Así que Manuel Arroyo decidió coger el coche e ir a ver las corridas. En ninguna de las dos tardes de Jerez Paula destapó el frasco de las esencias, pero sus irreductibles admiradores nunca tiraban la toalla y siempre esperaban que el maestro desplegara una tarde su muleta y obrara el milagro. De modo que Arroyo volvió a sentarse en el coche y se fue para Albacete. Era el 14 de septiembre de 1981. Una vez en la ciudad, preguntó dónde se vestía el maestro. "En el hotel Bristol", le dijeron, y allí se fue nuestro hombre a saludar a su amigo Rafael y a pedirle al mozo de espadas una entrada para la corrida.

Esa tarde toreaban con Paula el Cordobés y Palomo Linares. El primer toro de Paula no sirvió. Era un manso con mucho peligro y el torero, entre la bronca general, se lo quitó de encima lo antes que pudo. En los dos toros siguientes tampoco el Cordobés y el de Linares hicieron nada que recordar. Aburrido, Arroyo decidió entretenerse mirando el patio de caballos y allí vio a un joven que bromeaba con los picadores y al que alguien le oyó decir: «el Cordobés se va a enterar de quién soy yo». En su segundo toro, Paula toreó bien pero mató mal y se quedó sin trofeos, aunque saludó desde el tercio y recibió algunos aplausos. Cuando salió el quinto toro, el del Cordobés, el muchacho que bromeaba con los picadores se tiró al ruedo. Llevaba el torso desnudo, un pantalón vaquero muy ajustado y un pequeño trapo rojo en la mano derecha. Se llamaba Fernando Elez. El espontáneo avanzó hacia el toro y lo citó. Los tendidos gritaron sobrecogidos pues sabían lo que podía pasar. El toro fue hacia él y todos vieron cómo el cuerno de ‘Sospechoso’ penetraba en el cuello de aquel pobre muchacho, que en unos instantes era ya sólo "un guiñapo ensangrentado". Murió allí mismo y la plaza comenzó a insultar y a abroncar al Cordobés, a quien culpaba de no haber hecho nada para evitar aquella muerte. La gente lo llamaba "asesino" y le arrojaba botellas"y todo lo que tenía a mano". Manuel Benítez mató al toro al tercer o cuarto intento y, totalmente descompuesto, se refugió en el callejón. Otra tarde negra en la España negra.

He pensado mucho en esto al ver el cuadro de Zuloaga que se expone estos días en la Lonja: ‘La víctima de la fiesta’, de 1910, en el que un viejo picador montado en un caballo escuálido y herido se aleja cansinamente de un pueblo tras la corrida. Una escena tan sombría y sórdida como lo serían aquellas tardes en las que Arroyo vio morir al Yiyo y al espontáneo Elez.

 

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