Por
  • Andrés García Inda

Qué más da

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POL

Ahora que la llamada ‘memoria democrática’ lo envuelve todo con cierta e interesada confusión, he vuelto a leer, buscando algo de claridad, un breve ensayo del filósofo Julián Marías, escrito y publicado hace cuarenta años, en los ochenta, y reeditado hace diez años por Fórcola. 

El título lo dice todo: ‘La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir?’. El filósofo lo escribió tratando de responderse a una pregunta que le atormentó toda la vida, desde que recién cumplidos los veinte años empezó a padecer la guerra civil y la represión posterior: ¿Cómo fue posible?, ¿desde cuándo? No pretendo aprovechar la reflexión de Marías para hacer una analogía de aquella terrible situación con la actual. Podría hacerse, seguramente, pero no es esa mi intención. Entiendo, además, que la historia es mucho más compleja como para repetirse linealmente. Pero si tiene sentido repensar el pasado es también para extraer enseñanzas para vivir el presente y encarar el futuro. A pesar de su brevedad, además, el texto de Marías está lleno de matices, por lo que subrayando algunas ideas se corre el riesgo de simplificarlo, pero quisiera detenerme en cuatro de los factores concurrentes que en opinión del filósofo contribuyeron a desencadenar aquel conflicto.

El ensayo del filósofo Julián Marías sobre los orígenes de la Guerra Civil, aunque las situaciones de entonces y de ahora sean muy diferentes, puede servir de advertencia para nuestro tiempo

El primero de esos factores hace referencia a la resignación, el conformismo o la falta de reacción ante la infamia: el desprecio al otro, la corrupción y la degradación institucional que, alimentada por la "inhibición gubernamental", sea por interés o por "temor y respeto a lo despreciable", acaba haciendo tolerable lo indecente, admisible lo obsceno. La conchabanza entre los poderes alcanza su cénit con la sumisión ciudadana. Y sabemos que todo conflicto, antes que en el campo de batalla, comienza en nuestras mentes: en el mismo momento en el que consentimos que se considere al otro como un mal a erradicar, en el que miramos hacia otro lado cuando el fuerte se aprovecha del débil, en el que aprobamos la corrupción y la simonía, o en el que reímos o toleramos la vileza de los nuestros, escandalizados ante la paja en el ojo ajeno mientras aplaudimos la viga en el propio.

La degradación institucional suele ir pareja a la descomposición social. Unido al anterior, un segundo factor del conflicto sería la instrumentalización de todo tipo de causas y circunstancias como un recurso para alcanzar el poder y la consiguiente politización de toda la vida social, de manera que todos los demás aspectos quedan oscurecidos: "Lo único que importaba saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de ‘derechas’ o de ‘izquierdas’, y la reacción era automática. La política se adelantó desde el lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el horizonte, eclipsó toda otra consideración".

A ello habría que sumar en tercer lugar, para explicar la ruptura de la convivencia, "la pereza. Pereza, sobre todo, para pensar, para buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a los demás ponerse en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores. Más aún, para realizar en continuidad las acciones necesarias para resolver o paliar esos problemas, para poner en marcha una empresa atractiva, ilusionante, incitante. Era más fácil la magia, las soluciones verbales, que dispensan de pensar y actuar. En vez de pensar, echar por la calle de en medio".

No podemos dejarnos llevar por la corriente

Y, por último, y tal vez como síntesis o epítome de todo lo anterior, la ingente frivolidad de los responsables públicos. Esa es, según Marías, la palabra decisiva: Los políticos, los clérigos, los intelectuales y los periodistas, los capitalistas y los sindicalistas, etc., todos ellos "se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían". Y la frivolidad de los responsables acaba revirtiendo en la vulgarización de una ciudadanía dócil, que se acostumbra sin rubor a jugar con el fuego y la gasolina.

Dice en uno de sus aforismos el poeta Jesús Cotta: "Peor que hacer el mal es decir que no lo es". Así es. Posiblemente entonces, como ahora, la raíz de nuestros problemas no está única o fundamentalmente en quienes corrompen o prostituyen la vida pública, sino en quienes a su lado o al nuestro dicen, o decimos: "qué más da", o "no es para tanto". Tal vez ese podría ser un buen resumen del análisis que hacía el filósofo sobre el tiempo pasado. Y una advertencia para el nuestro.

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