¿A peor?

¿A peor?
¿A peor?
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Avanza noviembre pesaroso hacia el invierno. 

Se sabe tristón, poco agraciado, y algún día trata de sonreír. Sale el sol a media mañana. Ese sol del membrillo es su forma de sonreír. Siempre he odiado este mes en el que murió mi padre oscureciéndolo todo. Su muerte fue como la erupción de un volcán del que salió una gran nube de ceniza negra. El sol nunca volvió a brillar como antes. La nube de ceniza se ha ido disolviendo poco a poco, o tal vez ya solo esté mi cabeza (tembloroso recuerdo esta huida del tiempo que se fue, escribió Paul Verlaine). Yo era muy joven entonces. Ahora somos todos viejos, incluso los niños. Me miro sin querer a un espejo cualquiera que no me conoce, en la fachada de un restaurante. Me veo quince años más vieja. El espejo debe de tener un filtro de esos que retocan las caras, pero en este caso el retoque es inverso, hacia peor. Parezco la anciana que Samuel Beckett incorporó a su obra ‘Rumbo a peor’, que simbolizaba la degradación física y la proximidad de la muerte. Por suerte mi habitual inconstancia viene en mi auxilio. No soy capaz de perseverar ni en la tristeza, y salto hacia un pensamiento positivo sin más ni más. Suena en mi cabeza ‘El otoño’ de Vivaldi, que es un otoño de fiestas de la recolección, de la alegría del deber cumplido. Es un otoño casi tan animado como una primavera de frutos y geranios en flor. No hay por qué temer la llegada del invierno. Igual vamos rumbo a mejor. Invento una sonrisa falsa para engañar al espejo y acabo haciéndole la burla. Y en un giro inesperado salgo de la escena para seguir mi camino.

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