Los pellizcos de la felicidad

Los pellizcos de la felicidad
Los pellizcos de la felicidad
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No creo que llevaran inserto el sello de Proust. Ni lo pretendían. 

Más bien, aquellas magdalenas con las que nos hizo disfrutar mi compañía transmitían un guiño de cariño en el meridiano del Pilar. Sin más argumentos; sin muchas más pretensiones –estoy convencido– que la excusa de los andares festivos. Detalles que adquieren perspectiva en jornadas tan singulares; territorio para el soplo leve de lo excepcional.

Me encantó hacer aprecio a aquella sorpresa sencilla que se citaba con aquellas otras vivencias que he vuelto a sentir recuperadas durante estos días: pellizcos de memoria que me devolvían a instantes de infancia envueltos en el pegajoso sabor dulce del algodón de azúcar, escenarios perfilados de felicidad. Al disfrute de mil otras pequeñas cosas: de los encuentros compartidos con amigos en torno a unas cervezas, logrado el reto de conquistar un trocito de espacio en un bar; al desgaste de los paseos con el ánimo único de encontrar –y lograr– un hueco para saludar a la Virgen, vestida con el manto impresionante del amor de sus flores.

Por entre los recovecos de las andanzas festivas, actualizo en el retablo de esa iglesia, hasta hoy arrinconada en mi memoria, el recuerdo inesperado de mis visitas de niñez, acompañando obediente la mano de mi abuela. Viejas vivencias que adquieren claridad sobre las imágenes que descansaban depositadas en mi subconsciente. Que hoy, en este rápido desandar de los años rumbo a la infancia, adquiere proporciones y dimensiones nuevas.

Y los chispazos de mi felicidad se iluminan, por supuesto, acomodados en La Romareda, tan vieja y tan querida, para encontrarle un hueco a la frustración y volver a sentir en el alma el eco de una alegría enorme: la del estruendo del rugido que hace tiritar el estadio, abanderado por el logro de su capitán.

Guijarros enredados en cada día a día; pequeñas sonrisas que, como las magdalenas con las que mi compañía endulza el desayuno festivo, me ayudan a reconocer el valor de las cosas pequeñas. De la sencillez de lo que sé que merece la pena.

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