Por
  • Julio José Ordovás

Arte y ensayo

Jean-Luc Godard.
Jean-Luc Godard.
Gaetan Bally / Efe

Con la muerte de Jean-Luc Godard no solo desaparece el último representante de la ‘Nouvelle Vague’.

 Desaparece también uno de los últimos iconos intelectuales del siglo XX. Porque Godard fue la encarnación de todas las convulsiones y desvaríos de la segunda mitad del siglo pasado, un sofisticado producto de la industria cultural francesa y el más endiosado artífice del fotogénico Mayo del 68, aquella erupción primaveral, parisina y estudiantil que, aunque se quedó en poética agua de borrajas, fue el preludio de la caída del Muro que vendría dos décadas después.

Godard y sus amigos iban al cine a fumar y a discutir sobre si el montaje es o no es una cuestión moral, no a comer palomitas, a echarse unas risas o unas lágrimas y a meter mano a la novia, como el común de los mortales. Para Godard el cine era un instrumento de pensamiento. Pero también un instrumento político. Sus películas más decididamente comprometidas, sin embargo, no pasan de ser panfletos solo aptos para militantes irredentos.

Godard afrancesó el cine, quiero decir que lo intelectualizó. Su pretensión era sacarlo de las salas comerciales y llevarlo a las salas de arte y ensayo, convirtiendo la grata costumbre de ir al cine a matar la tarde en una especie de rito masónico. Además de jugar con el cine, como Picasso con la música y Perec con la literatura, lo pensó. Ahí está para mí el mejor Godard: en el teórico del cine, que batalló quijotescamente contra el ‘show business’ y se rebeló contra la tiranía de la trama. Godard y sus locos amigos nos hicieron comprender que el cine es puro misterio y que se proyecta en la vida como ningún otro arte.

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