Por
  • Ángel Gracia

GYM

Hay determinados productos que, necesariamente, deben acompañarnos al 'gym'.
GYM
Unsplash

El gimnasio es la nueva catedral de nuestro tiempo. 

En los últimos meses, han abierto tres nuevos en mi barrio y me han atormentado las dudas. Inscribirme en uno o en otro significa tanto como apostatar de mi pereza nihilista para abrazar una nueva fe. ¿Elijo el que ofrece baño turco o el que regala clases de pádel? ¿El del solárium con una carta más completa de ginebras sin alcohol o el que tiene ludoteca infantil con horario más amplio?

Al final ha ganado el que cuenta con más espacio en el párking, para garantizarme la plaza. Mi furgo no cabe en cualquier sitio. Siempre salgo completamente exhausto y así regreso a casa a toda prisa con mis hijos en los asientos de atrás, bien sujetos en sus sillas de seguridad.

Soy feliz porque me siento un feligrés más entre miles. Nunca antes había formado parte de una comunidad, nunca había creído que podría superarme cada día a día. En cuanto tengo un rato libre, a las ocho de la mañana o a las ocho de la tarde, los sábados o los domingos, acudo al gimnasio para labrar mi cuerpo, disociado de mis frustraciones exteriores. Algunos amigos dicen que he cambiado. Ya no leo poesía ni cometo excesos grasientos. Unos me llaman pijo y otros, hippy reciclado. Ya caerán. Un día ellos también se apuntarán y descubrirán los placeres de la sauna y del spa. Mi sueño es que en el mundo, afuera, se produce una catástrofe de origen incierto y me obligan a quedarme encerrado, sudando por tiempo indefinido, en mi gym.

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