Carlos III ha utilizado su primer discurso como rey para asumir la promesa que un día hizo su madre: servir a los ciudadanos «con lealtad, con respecto y con amor». Hoy será proclamado oficialmente nuevo monarca del Reino Unido. Se impone así la normalidad constitucional y queda solventado el dilema que alimentó una parte de la sociedad británica al enfrentar la imagen moderna e impoluta de su hijo Guillermo, segundo en la línea de sucesión, con la del padre, y sugerir la posibilidad de un salto generacional que hiciera monarca al duque de Cambridge por delante de Carlos. Ahora le corresponde al nuevo rey desempeñar su papel constitucional de jefe del Estado y ganarse la aprobación de sus conciudadanos.

La expectación por el rumbo que el nuevo rey, de 73 años, pueda imprimir a la corona británica convive desde el jueves con el luto por Isabel II, querida en Reino Unido y respetada fuera de sus fronteras. Carlos III asciende finalmente al trono con un índice de popularidad del 42%, muy por debajo del 75% que tenía su madre, pero también del 66% del que disfruta su hijo Guillermo. Debe aplacar, pues, las reticencias de muchos británicos, que lo miran con recelo desde su fallido matrimonio con Diana de Gales. Resulta paradójico que un hombre que lleva más de siete décadas preparándose para ser rey, todavía no haya sido capaz de diluir el escepticismo que sobre su capacidad tienen muchos de sus conciudadanos.

Aunque no tiene por qué olvidar su interés por problemas como el cambio climático o el deterioro de los centros urbanos, como monarca debe ejercer desde ahora una escrupulosa neutralidad, esa que practicó su madre con gran sentido del deber. La dignidad y estabilidad que aportó Isabel II a la política británica son hoy más necesarias que nunca, porque el Reino Unido se enfrenta al reto de definir cuál es su papel en el mundo.