Dulzura amarga

Dulzura amarga
Dulzura amarga
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En entregas, por un prurito literario, algo desordenadas, he contado que fui al pueblo donde podía estar José Ángel, voluntario en unas prospecciones arqueológicas, y que allí me vi con la mujer cuyo ‘email’ me había puesto tras su pista, también colaboradora en el yacimiento, y con Ariadna, la catedrática que lo dirigía, angustiada porque dicho voluntario había desaparecido una noche de incumplidos deleites, remitidos en una nota de despedida a un futuro incierto.

Ambas mujeres atribuían la súbita partida de José Ángel a su hábito de observar con prismáticos, sin ocultarse, a las bañistas de la piscina municipal, arguyendo, si se terciaba, que los viajeros del tiempo tienen sus propias normas y, sobre todo, que las mujeres contempladas, lejos de sentirse molestas, le mostraban gratitud.

Al parecer, dicha gratitud, que se expresó de diversas maneras, en ocasiones, muy tiernas, enconó a algunos varones, conjurados para "escarmentar al futurista ese de los cojones", según escuchó Ariadna. Esta, por otra parte, me confió que su oficio le había enseñado "la atemporal universalidad del voyerismo", del que ella no era una excepción, "aunque practicándolo con el disimulo propio de la cultura actual".

La catedrática lo tenía claro. "Por culpa de esos tarugos, he perdido a José Ángel". Así oí que se lo confesaba a un estudiante por el que se dejaba consolar, con tanta dulzura, como amargura sentía la mujer cuyo contacto me había llevado hasta allí, a la que la ausencia del prófugo le había hecho concebir esa esperanza vana que gozan las pasiones no correspondidas.

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