El hijo del pastor

El hijo del pastor
El hijo del pastor
Heraldo

Era enero de 1975 y los estudiantes de la Universidad de Salamanca nos habíamos declarado en huelga. 

Esta vez era en solidaridad con nuestros compañeros de Valladolid, que habían sido víctimas de vete a saber qué agravio. Pocos días después, el Gobierno nos cerraría la universidad para varios meses, pero, de momento, seguíamos yendo a la facultad, reuniéndonos en asambleas y velando por que nadie (ningún esquirol) rompiera la consigna de boicotear las clases.

Acababa de empezar el que sería el último año del franquismo y la mayor parte de los profesores (al menos, en la facultad de Ciencias) seguían acudiendo puntualmente a las aulas, constataban que no había ningún alumno presente y solo entonces volvían a sus despachos. Y así ocurría en todos los grupos, pero no en el de primero de Matemáticas. Y es que un alumno de ese curso se obstinaba en acudir a todas las clases y pedía a los profesores que las dieran, aunque fuera solo para él. Y cuando los miembros de los piquetes informativos le recriminaban su falta de conciencia política, se encaraba con ellos y les decía: "Sois todos unos pijos y tanto os da aprobar que suspender. Yo, en cambio, si no apruebo, pierdo la beca. Y si pierdo la beca, acabaré de pastor, como mi padre".

Hace algunos decenios, la universidad era el camino por el que muchos hijos de familias modestas conseguían ascender social y económicamente

En aquella facultad nos recibían con una frase lapidaria de Hamlet ("Por eso el principio es malo y lo peor queda por venir") y pasaban los primeros meses siguiéndola al pie de la letra, intentando demostrarnos que quizá las matemáticas no eran nuestro camino. Como resultado, en primero empezábamos 120, pero en cuarto y quinto ya no quedaban más que ocho o nueve. Claro que los afortunados que conseguían licenciarse tenían una esperanza razonable de situarse bien en la vida.

Casi cincuenta años más tarde, el hijo del pastor no habría temido por su beca. La habría conservado sin ninguna duda, ocurriera lo que ocurriese. E imagino que se habría graduado sin demasiados problemas (estamos reduciendo la tasa de abandono, y vamos a seguir haciéndolo al precio que sea). Lo que pasa es que muy pronto descubriría que ese mismo año en las facultades españolas se habían graduado tropecientos matemáticos y que no iba a haber trabajo cualificado para todos ellos. No, desde luego, ‘en lo suyo’.

Los más brillantes se colocarían de inmediato en una de esas empresas que van buscando lo mejor de lo que producen nuestras universidades. Solo que el hijo del pastor, un estudiante responsable que nunca suspendía, raramente superó el notable bajo en sus calificaciones.

Los que tuvieran dinero, se embarcarían en costosos postgrados, a ser posible en universidades extranjeras, con la esperanza de completar un currículum atractivo que les permitiera más tarde encontrar trabajo. Pero el hijo del pastor carecía de medios. Estaba donde estaba gracias a las becas y al sacrificio de sus padres. Y no era el momento de seguir gastando dinero, sino de empezar a ganarlo.

Los que tuvieran relaciones podrían colocarse gracias a ellas. Porque, aunque ya no funciona la tradicional y carpetovetónica ‘recomendación’, sí lo hace el ‘networking’, que es parecido, pero en mucho más moderno. Y aquí también se quedaba colgado el hijo del pastor, que no conocía a nadie que fuera realmente influyente.

Pero la indulgencia con la que hoy se ponen las notas y se entregan los títulos ha desbaratado ese ascensor

Así que nuestro héroe, con su título en mano, no tendría otra que volverse al pueblo. "Con la frente marchita", como en el tango. Ya no de pastor, como su padre, que quedan pocos. Hasta eso se ha puesto difícil. De momento, va a encargarse de la multitienda, que no da para mucho, pero le permite vivir. Además, piensa ayudar con las cuentas en la casa rural que ha montado un primo suyo (y luego que digan que las matemáticas no sirven para nada). La semana pasada le dijeron que en Vitigudino, el pueblo grande de la comarca (dos mil habitantes), va a quedar libre un puesto de administrativo en la gestoría y él espera ilusionado que esta oportunidad se concrete y pueda, por fin, tener un sueldo fijo de mileurista.

Todos hemos oído hablar de los inconvenientes de la meritocracia, un sistema injusto en el que la posición de partida de cada uno de nosotros tiene una gran influencia sobre nuestros resultados finales. Pero con las reglas meritocráticas del pasado, el hijo del pastor tenía al menos una oportunidad real de llegar arriba si estaba dispuesto a trabajar más y mejor que los demás. ¿La sigue teniendo ahora? Sus únicas ventajas reales, el coraje, la férrea voluntad y la capacidad de sacrificio, tienen mucha menos importancia que antes. Así que, paradójicamente, nuestros esfuerzos por reducir desigualdades van a servir en algunos casos para mantenerlas o agrandarlas. 

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