Leónidas Brézhnev, como secretario general del Partido Comunista, fue el principal dirigente de la Unión Soviética durante dieciséis años, desde 1966 hasta su muerte en 1982. 

Cuando murió tenía 76 años. Le sucedió Yuri Andrópov, que contaba a la sazón con 68 años y murió en 1984. Le tocó reemplazarlo a Konstantín Chernenko, que en ese momento tenía 73 años y apenas sobrevivió tres meses en el cargo. Al régimen soviético se le calificaba por aquel entonces en Occidente –aunque hoy, cuando la longevidad es mayor, pueda parecer exagerado– como una ‘gerontocracia’. De manera que en 1985 los kremlinólogos se vieron sorprendidos cuando los comunistas designaron para suceder a Chernenko, no a otro anciano, sino a un cincuentón, Mijaíl Gorbachov, dinámico y buen comunicador, que parecía desmentir con su sola presencia y con su discurso reformista el decadente anquilosamiento en el que la URSS había caído durante los decenios precedentes. No hay que pensar que Gorbachov pretendiese ni acabar con el Estado y la nación que dirigía ni destruir el sistema socialista, aunque ese fue el resultado que acabaron provocando sus reformas. Pero su objetivo era más bien abrir el sistema a una cierta libertad, más o menos controlada, y favorecer la modernización de la economía. Y sabía que para eso era necesario firmar la paz con Occidente, poner fin a la Guerra Fría. El desmoronamiento de la URSS fue una catástrofe para Rusia, pero supuso la liberación de los países de Europa oriental. Ese es quizás el mayor y el mejor legado de Gorbachov. El destino de Rusia fue una década de caos y empobrecimiento seguida del regreso, bajo Putin, al autoritarismo.