Por
  • Ignacio Pérez-Soba y Díez del Corral

Incendios forestales: cómo hemos llegado hasta aquí

Incendio en la zona del Moncayo.
Incendio en la zona del Moncayo.
UME

En este verano de 2022, la presencia de los incendios forestales en los medios de comunicación, con la consiguiente alarma social, ha sido abrumadora. 

Sin duda, éste ha sido en cuanto a incendios lo que los profesionales forestales llamamos ‘un año malo’, pero en la naturaleza toda tendencia se manifiesta en plazos largos, de décadas, por lo que es imposible (o irresponsable) sacar conclusiones de un solo año (bueno o malo). Miremos un poco hacia atrás, superando esta tendencia hoy tan frecuente de creer que todo lo que pasa ahora es algo nunca visto.

El problema de los incendios forestales creció espectacularmente en España entre 1978 y 2004, años que (de hecho) ofrecían cifras mucho peores que las de este 2022: en 1978, 1985, 1989 y 1994 ardieron en España más de 400.000 hectáreas al año, frente a las 250.000 afectadas este año hasta el 21 de agosto. Sucedió, principalmente, porque a la vez que se despoblaba el medio rural, abandonándose los aprovechamientos forestales tradicionales (leña o pastos), casi todas las Administraciones dejaron de invertir en la mejora y gestión de los montes, porque ‘no daba votos’. Esto causó una gran expansión de la vegetación forestal (lo cual fue bueno) pero sin gestión alguna (lo que fue malo), y también una enorme desvinculación de la población rural con la mejora y aprovechamiento de los montes (lo que fue pésimo). Los equipos de extinción de la época resultaban escasos y con pocos medios para enfrentarse a los incendios derivados de ese nuevo escenario social y ecológico.

A partir de 1995, y sobre todo de 2004, los incendios forestales en España evolucionaron positivamente, logro importante que se debió en gran medida a la mejora e incremento de los medios de extinción, tanto autonómicos como estatales. Pero esa mejora se hizo (sin que tuviera por qué ser así) desnudando aún más a la gestión forestal, que quedó anémica, perdiéndose incluso parte de la cultura y el saber hacer forestales acumulados durante décadas. La reacción de los sucesivos gobiernos ante esta depauperación de todo un sector estratégico fue aprobar multitud de planes (la Estrategia Forestal Española de 1999, el Plan Forestal Español de 2002, o el Plan de Activación Socioeconómica del Sector Forestal de 2014, entre otros muchos) que duermen en los cajones, principalmente, porque nadie quiso habilitar fondos para ellos. La vegetación siguió expandiéndose y creciendo, sin gestión.

Por otra parte, los montes no arden porque haga mucho calor: se necesita una ignición, una llama, que cause el incendio. La investigación de los incendios forestales en España ha mejorado mucho en los últimos veinte años, y la conclusión es que sus causas en absoluto responden a los falsos mitos que cree la población urbana: ni se quema para urbanizar (es más, la ley prohíbe urbanizar montes quemados), ni para aprovechar la madera, ni por otros motivos conspiranoicos. La mayor parte de las causas son de origen humano, sí, pero no ésas: por ejemplo, en toda la España despoblada (también en Aragón) los accidentes y las negligencias son la principal causa, y muy poco se ha hecho para luchar contra ella. Así, en Aragón hay una minuciosa regulación del uso del fuego en terrenos rústicos, pero ninguna se ha hecho sobre las actividades que provocan chispas, a pesar de que hace dieciséis años la Ley de Montes autonómica ordenó hacerla.

Súmense a todo lo anterior los efectos del cambio climático (sí, hasta ahora no habíamos hablado de él), con sus sequías prolongadas y olas de calor, y las consecuencias se llevan viendo en los últimos años, y especialmente en éste: cuando un incendio en circunstancias climáticas adversas no se puede atajar inicialmente, a menudo llega a ser muy grande, virulento e impredecible, y por ello es muy difícil de extinguir, pone en riesgo a los equipos de extinción, y causa daños a bienes y personas. En este contexto, los medios de extinción actuales no dan más de sí, por mucho que aumentemos su número. Estos medios, en cuanto a pequeños incendios, han resuelto el problema; en cuanto a los muy grandes, durante muchas horas no pueden actuar con eficacia en los frentes más preocupantes, tan violentos que resultan inatacables. En ambos casos, es absurdo asignar más medios; en todo caso, mejores.

Por eso, y ya que desgraciadamente la clase política española parece necesitar desastres para atender un problema, del mismo modo que 1994 sirvió para mejorar de forma histórica los medios de extinción (con los defectos que fueran), sería muy bueno que 2022 sirviera para encarar por fin la prevención de incendios y la gestión forestal, que llevan tanto tiempo postergados u olvidados. En cuanto a la prevención, luchando contra las causas humanas de los incendios, en especial mediante una regulación inteligente de los usos del suelo rural, que no se base sólo en la prohibición, sino también en la modernización de las actividades agrarias para disminuir sus riesgos de incendio. Y en cuanto a la gestión, no hablamos ya de si ha de haber más o menos cuadrillas, o de ‘limpiar’ el monte (expresión horriblemente simplista), sino de una visión ambiciosa: conseguir un sector forestal activo, potente y con inversiones y empleos dignos. Así haremos de forma sostenida durante años, y en extensas superficies, lo que se conoce como ‘selvicultura multifuncional’, tratamientos gracias a los cuales la masa forestal produce de forma óptima sus diversos servicios ecosistémicos, y también resiste mejor los incendios o se recupera de ellos.

Hay muchas más cosas que hacer, pero estas son básicas. Si uno deja de gestionar los montes durante cuarenta años, no debe extrañarse de que sufran grandes perturbaciones. Hay que tomar la senda adecuada para salir de esta situación, y mantenernos en ese camino.

Ignacio Pérez-Soba y Díez del Corral es doctor ingeniero de Montes y decano en Aragón del Colegio Oficial de Ingenieros de Montes

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