Barómetro

Un barómetro.
Un barómetro.
Aga Maszota

El barómetro lleva días anunciando lluvia. 

Me asomo a la ventana cuando está amaneciendo y no veo ni una sola nube. La calle está extrañamente oscura pero no ha llovido. El alumbrado público se ha apagado a las 6.30 y hay un silencio sobrecogedor. Creo que ya no hay vencejos alborotando por las alturas. La ciudad se anima un poco más tarde gracias a grupos de turistas que se paran ante los monumentos. Los guías usan altavoces que me permiten escuchar sus explicaciones y sentirme yo también turista en mi ciudad. Viajo con el pensamiento. Recorro la calle Mayor, en la que cuento hasta seis negocios cerrados por vacaciones, todos seguidos, en un tramo de pocos metros: tres bares, una tienda de ropa, una copistería y una peluquería. Paso por ahí todos los días. Y todos los días veo los carteles en los que los propietarios señalan la fecha del fin de sus vacaciones. Tengo la sensación de que el tiempo está transcurriendo muy despacio. Es como si llevase meses viendo ese tramo de calle bella durmiente. Imagino lo mucho que les están cundiendo las vacaciones a los veraneantes estén donde estén. Siempre me ha gustado la ciudad en agosto, que haya menos tráfico, menos expectativas, menos pretensiones. Nos auguran a todas horas un septiembre horroroso. Quizás esos malos augurios provocan un deseo de que el tiempo no avance. Siento la misma angustia de mis veranos de la infancia cuando pensaba en la vuelta al colegio. Sería maravilloso un encantamiento que detuviese el tiempo. Creo que mi barómetro ya lo ha hecho por su cuenta. Por eso marca lluvias obstinadamente.

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