Por
  • Fernando Prieto, Máximo Florín, Javier Castroviejo y Santiago González Alonso

Proteger los Montes Universales

Un ciervo en los Montes Universales.
Un ciervo en los Montes Universales.
Laura Uranga / HERALDO

Un buen bosque es el resultado de la gestión inteligente por parte de su población.

 Los Montes Universales todavía son uno de esos espacios sagrados que merecen protección real, pero está sufriendo una política miope, extractivista y poco cuidadosa.

Gracias al cuidado de siglos, los ecosistemas forestales de los Montes Universales, en la histórica Comunidad de Albarracín, son unos de los más importantes de la Península Ibérica, en los que se mantiene un aprovechamiento forestal, ganadería extensiva y agricultura de montaña.

Los Montes Universales, origen de algunos de los principales ríos del país, mantienen uno de nuestros paisajes más espectaculares. Sin embargo, pese a contar con numerosas figuras de protección, está amenazado por políticas recientes. Se preserva el Paisaje Protegido del Rodeno por su cercanía a Albarracín, con mucho turismo, y se descuida su mayor tesoro, el Alto Tajo-Muela de San Juan, agredido de un modo inmisericorde en los últimos años pese al clamor popular y las protestas científicas.

Los estudios internacionales aconsejan reservar un quince por ciento de los montes de interés ecológico para fomentar la heterogeneidad espacial y temporal en las masas arboladas y conservar ejemplares y amplios rodales de gran tamaño y edad.

El objetivo fundamental en pleno siglo XXI, en un escenario de cambio climático, implica conseguir ecosistemas más diversos y resilientes, la creación de corredores ecológicos, refugios para la fauna, etc., preservando la biodiversidad específica y estructural que permite que los «bosques sean bosques y no ejércitos de árboles», en palabras de D. Luis Ceballos.

La gestión tradicional, con el señalamiento por el técnico de los árboles que había que cortar, uno a uno, el esmerado control posterior tras las talas, con la consecuente limpieza, daba trabajo, algo tan necesario en estos montes despoblados, pero aquella gestión minuciosa y eficaz ha derivado ahora en técnicas de explotación indiscriminada y el uso de un tipo de maquinaria que en ecosistemas similares, como Valsaín o el Monte de los Belgas, han sido excluidas por su elevado impacto ambiental. Esta gestión forestal homogeneizadora favorece la evolución hacia masas monoespecíficas y coetáneas, con lo que se aumenta el riesgo de incendios, sobre todo en un escenario de cambio climático, con preocupante y perentorio aumento de temperaturas y sequías, sobre todo si se dejan abandonados los despojos, como ha sucedido en la Vega del Tajo, amontonados incluso junto a carreteras y pistas forestales, con enorme riesgo de convertirse en el primer pasto de posibles incendios forestales.

También se han abierto vías de acceso y saca por doquier, llegándose en alguna zona incluso a la cimentación del propio cauce del río Tajo o a la utilización del río como pista forestal, sin los condicionantes que hubiera exigido cualquier estudio mínimo previo de biodiversidad en una de las reservas fluviales más importantes de la Península Ibérica. Hay que recordar que se está actuando en ecosistemas frágiles, de elevada altitud e inviernos muy duros, con una formación del suelo muy lenta.

Esta gestión ‘intensificada’, con efectos ambientales tan adversos, ha motivado protestas en la zona, una recogida de más de cien mil firmas de gentes de toda España, a la que ni siquiera respondieron los responsables públicos aragoneses, o el mismo Justicia de Aragon, así como una serie de manifiestos firmados por más de cincuenta profesores universitarios y científicos del CSIC, algo difícilmente comprensible en las democracias occidentales.

Hoy día, en pleno siglo XXI, frente a la disyuntiva ya obsoleta entre ‘conservación, o producción’, se abren nuevas oportunidades. La primera de ellas es la inminente declaración de un nuevo Parque Nacional, promovido en Castilla-La Mancha, que no incluye todo el Alto Tajo real, pese a llamarse así, puesto que acaba abruptamente en el límite provincial, como si la Naturaleza entendiera de provincias. Es una oportunidad histórica. Un Parque Nacional genera visitantes, crea empleo, fija población, aporta millones de euros a los términos municipales de su área de influencia, como bien se ha observado en todo el país desde hace muchas décadas. Incluir el espacio más frágil dentro del ámbito territorial del Parque Nacional podría ser la única garantía de su correcta pervivencia, dicho esto después de comprobar lo poco que las autoridades respetan las figuras de protección allí ya vigentes (Natura 2000, Reserva Natural Fluvial, etc.) Los ingresos compensatorios derivados del pago por los servicios ambientales vendrían a subsanar la deuda histórica aún vigente.

Ante el reto de generar empleo ante generaciones venideras son necesarias e imprescindibles ayudas para conservar esos interesantes ecosistemas, en lugar de otras destinadas a una actividad forestal puramente productivista y de corto plazo, ya obsoleta. Que sean las zonas beneficiarias de los servicios ambientales las que paguen porque los habitantes de estas zonas hagan la gestión forestal ecológica que permite la prestación de aquellos servicios. Hablamos de un territorio en el que sus pinos han pagado tendidos eléctricos, telefónicos, carreteras, pavimentaciones, servicios que deberían haber sido abordados con otros recursos, por lo tanto bien podría considerarse la necesidad de resolver esa ‘deuda histórica’ no extrayendo, sino aportando.

Aragón debería valorar muy seriamente esta oportunidad y este enfoque sostenible, basado en la biodiversidad y en los bienes y servicios ambientales que ésta genera, y abandonar un enfoque miope basado en la pura extracción de madera de ecosistemas alpinos con el objetivo de la producción de pellets.

El futuro auténticamente sostenible de los Montes Universales, para ser tal, con los parámetros del siglo XXI, debe cumplir con esta multifuncionalidad, ambiental, económica y social.

Fernando Prieto es doctor en Ecología del Observatorio de la Sostenibilidad; Máximo Florín es doctor en Ecología de la Universidad de Castilla-La Mancha; Javier Castroviejo es doctor en Biología y exdirector de la Estación Biológica de Doñana, y Santiago González Alonso es doctor ingeniero de Montes y profesor emérito de la Universidad Politécnica de Madrid

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